sábado, 17 de diciembre de 2011

Lo bueno también es noticia

Las peleas, los conflictos, las diferencias, los fracasos. Las páginas de los diarios desbordan esas noticias. Sé que uno de los conceptos del periodismo es fiscalizar, mostrar, informar...pero OJO que no es solo fiscalizar, mostrar e informar lo malo.

¿Por qué muchos periodistas se afanan en ver el lado negro de las cosas? Les enseñas una hoja blanca con un punto negro en el centro, les preguntas ¿qué ves? y te responden un punto negro. Triste. Triste porque gastan sus energías solo en eso...no digo que no haya que buscar "esa verdad oculta" pero también hay verdades que no están tan ocultas y están esperando a ser contadas...las buenas noticias.

Las historias de vida, las situaciones positivas que hay en el mundo. Las hay, por montones pero cómo nos vamos a enterar si nadie nos las cuenta. Creo que esa es parte de mi misión como periodista y ser humano en esta vida. Por algo elegí la carrera, para estar cerca a la gente que más necesita, para ayudarla y ahora que lo pienso para ayudar también a los lectores a que vean otro lado del mundo.

El otro día mi tele estaba prendida pero no estaba viéndola solo escuchando de lejos. Treinta minutos de robos, atropellos y asesinatos. Qué país más miserable deben de pensar todos los televidentes. Pero por qué carajo no se dan un tiempo para las "buenas noticias". No me gustan los dualismos y peor la palabra buena porque quién define qué es bueno y qué no...pero creo que es necesario, en todo caso, enseñar aquello que no es miseria.

Desde mi escritorio hay una lucha diminuta, pero la hay. Cada vez que puedo decidir, escojo la buena noticia. Mostrarla, compartirla y regalarle a los lectores un momento agradable que parece ahora tan difícil de lograr con tanta negatividad en las líneas de los diarios.

Abandono

Casi cinco meses sin escribir una línea. Ideas por montones, minutos que faltan. Debería de proponerme no dejarte blog. ¿Cuánto me demoro? Diez, quince o máximo treinta minutos en escribir algo aquí. Tengo tantas cosas en mi cabeza que quisiera escribir sobre el periodismo en sí, pero no sé por dónde comenzar. Enlistaré un par pero sin desarrollarlas, para acordarme en algún momento que las tengo pendientes:

- Discapacidades. Las personas que tienen algún tipo de problema deben enfrentar todos los días un reto nuevo. Son demasiado valientes y admirables, he aprendido muchísimo de ellas.

- Relacionistas públicos y sus perlitas. Te joden durante semanas para que les publiques algo y cuando les pides una entrevista con su jefe se demoran meses o nunca te la dan.

- Ambiente y tú, y yo y cómo si se puede cambiar al mundo empezando por uno.

- Yasuní y el verdadero problema que hay detrás. La política y el medio ambiente parecen no combinar.

Automático

Hay días que siento que soy un títere. Que entrevisto y escribo lo que me piden porque hay que llenar un espacio. No porque realmente importa el contenido de lo que vaya en ese espacio.

Es una sensación frustrante. Intento que no me afecte, aunque a veces fracaso en el intento. Intento verlo como parte de un trabajo, de una profesión que adoro pero que, a veces, tiene lógicas capitalistas como cualquier otro oficio.

Huyo de "eso" cada vez que puedo. Pero cuando no puedo solo funciono en automático, me olvido por un segundo que soy periodista y me convierto en obrera. Lleno el espacio y ya. Prefiero pensar eso, que fue un trabajo automatizado...a pensar que eso es periodismo. Porque no lo es, llenar una decena de líneas con testimonios y entrelazarlos no es periodismo. Para mí es estar en automático.

Hermanos

Ariel y Chicho. Once y trece años. Camino en fila india con ellos sobre una vereda. Intentamos pasar por debajo de los techos para no mojarnos. Llueve y hace frío. Son las tres de la tarde y el cielo de Quito es gris. “Ese es el bus” me dice Ariel, me despido y me subo. “Llévela a San Bartolo”, le dice Ariel al cobrador del transporte y Chicho agrega “avísele dónde bajarse para que no se pierda”. El bus se aleja y ellos permanecen en la parada como esperando que “me vaya bien”. Su preocupación me conmueve y transforma mi día.

Los dos están en séptimo de básica de una escuela fiscal de la capital. Me los presentan y sé que tienen vergüenza. La grabadora de voz frente a ellos los intimida pero también los divierte, no dejan de observar el foquito naranja y los números que cambian.

Ariel es el mayor de 4 hermanos. Casi todos los días se encarga de cuidarlos. Muy temprano en la mañana lleva a la menor, de 5 años, al jardín de infantes. Luego regresa a casa y junto con sus otras dos ñañas va a clases. Aunque el almuerzo se lo dan en la escuela, cuando llega a casa él mismo prepara la cena: “huevo, arroz y agua de manzanilla”. No vive solo, su madre es ama de casa aunque él no la menciona tanto, solo cuenta que cuando sale, él se queda a cargo. Su padre no vive en Quito pero tiene un padrastro a quien le dice papá. Juntos juegan fútbol los fines de semana y la manera de contarlo demuestra que no es solamente el esposo de su madre.

Ella es de Esmeraldas y hasta el acento de Ariel tiene vestigios de esas raíces. Bembón, de nariz ancha, ojos profundos y pelo pequeño rizado. Mientras conversa juega con una cruz de madera que cuelga de su cuello. No sé, me dice cuando comienzo a preguntar más detalles sobre determinado tema. Pero no lo hace en tono incómodo sino que ríe. Siente vergüenza, su risa es de timidez.

Ahora que hable él me dice mientras señala a Chicho. Él es de Chone y su acento tampoco es de la sierra. Les hago caer en cuenta que somos tres costeños en Quito y ríen. Me preguntan mi edad, mi profesión, sobre mi familia. Ahora soy yo la entrevistada. Chicho narra más fluida su historia. Su mamá murió hace un par de años, vive con su padre y la nueva esposa. En la casa son ocho miembros, tiene tres hermanos mayores y dos menores. Con voz acelerada y jugando con su collar de Barcelona me confiesa que quiere ser futbolista, que ese es su sueño, que juega muy bien, que le gana a Ariel y que un amigo le ha prometido que lo ayudará para que juegue en algún equipo.

“¿En cuál quisieras?” Barcelona pues, pero si no se puede al que sea, El Nacional o Deportivo Quito...igual ya cuando me conozcan y juegue mejor me puedo cambiar al que quiera. Todos los días se toma dos minutos para peinarse. Lleva el pelo como “gallito”, algunos amigos le dicen así. En su nuca cae una pequeña trenza rubia, un tono cinco veces más claro que el resto de su pelo castaño. Sus ojos también son castaños y saltarines. Se expresa con ellos y sus manos. Se emociona contando historias.

Chicho y Ariel viven cerca. A veces llegan juntos a la escuela y también regresan a casa. Toman bus y caminan por la ciudad solos. “A veces hay unos que tienen cara de malosos y nos dicen cosas cuando estamos caminando por calles medio peligrosas pero nosotros no les hacemos caso”, dice Chicho. Él y su amigo conocen la calle. Chicho lustra botas y Ariel hace malabares en los semáforos. Lo que ganan lo llevan a sus casas. No hablan casi nada de su trabajo sino de lo que hacen los fines de semana, eso los alegra porque sonríen mientras lo comparten.

Desde hace un año que los fines de semana de Ariel son diferentes. Casi todos los sábados ve a Stalin, un quiteño de 25 años que se ha convertido en “su hermano mayor”. Los dos son parte de una fundación que justamente busca que niños en situaciones familiares y socioeconómicas difíciles tengan momentos de diversión y aprendizaje.

“Cuando salgo de mi casa respiro aire nuevo, me encanta ir a pasear porque me distraigo”, expresa Ariel. Por sus palabras por instantes me olvido que converso con un niño de once años. “Mis hermanos a veces me sacan de quicio, se pelean mucho”, continúa. Sin duda es un niño que ha crecido y madurado a la fuerza. Habla con seriedad de ciertos temas, como de su familia. Pero es más suelto cuando menciona otros, como sus salidas con Stalin.

Han ido al cine juntos, a museos, parques e incluso lo ha invitado a comer a la casa de la novia. Me conmueve cómo cuenta con emoción sus anécdotas con su hermano mayor. Chicho ya no es hermano menor, lo fue hace dos años pero sigue hablando con quien fue su mentor un año.

Los dos dicen que quisieran tener a ese hermano para siempre porque es “una persona buena que me enseña”. ¿Ustedes creen que yo podría ser hermana mayor? “¡Sí, te encantaría!” me responden en coro mientras caminamos bajo la lluvia. Ya debo irme y para que no me pierda me acompañan hasta la parada del bus. El apretón de manos que me regalaron en nuestra presentación se transforma en un abrazo de despedida. Desde la ventana del bus los veo de pie donde me dejaron. Sonríen. Yo también, sonrío más.

viernes, 5 de agosto de 2011

Paciencia

Viernes, sexto día viviendo en Quito. Me despierto temprano, como lo he hecho desde que llegué. Cada día la madrugada ha sido por una razón distinta. Hoy es por un trámite, la apertura de una cuenta bancaria. No sé a qué hora abren la agencia donde me indicaron que vaya, pero igual le apuesto a las 9 de la mañana.

Antes de salir de casa, mi amiga me convence para ir al gimnasio después del trabajo. Hago un bolso: zapatos de caucho, otro suéter, lycra, camiseta. Parece liviano pero sumado a la cartera con mi libro, libretas (sí, una es para el trabajo y otra para mis apuntes), billetera, ipod, etc...pesa.

Salgo de casa acompañada y me quedo en la parada (cerca del banco) sola, mi amiga sigue su rumbo. Me encargó que pague la luz entonces ahora son dos trámites. Llego a Quicentro y preguntando llego al banco. Es importante recalcar que no recorro el centro comercial desde hace muchos años. Cerrado, lo sospeché, pero no importa porque mi libro es de esos que buscas los espacios de espera para leer.

Pasan 30 minutos y abren las puertas. Voy hacia la ventanilla del primer trámite, entrego los papeles y me indican que esa agencia no hacen esa gestión. Paciencia. No me desespero solo pienso "está bien", tendré que ir a la otra agencia, pero de todas formas pagaré el servicio básico. Hago la fila de tres minutos y la señorita que me atiende me dice que no tiene suelto, que espere a otra ventanilla. Espero. Voy a la siguiente y la otra señorita me dice que no tienen servicio para pagar servicios básicos porque hasta hoy trabajan en esa agencia que la van a remodelar (por esa razón tampoco pude hacer el otro trámite solo que la primera señorita no supo explicarme)

Paciencia. Inexplicablemente no siento rabia o desesperación y pienso en el siguiente paso. Me dijeron que la agencia donde hacen el trámite es cerca, llamo a mi amiga y me dice que puedo ir caminando pero teme que me pierda, que si cojo un taxi me cobrará solo 1 dólar. Por otro lado pienso que de una vez debería pagar la luz en otro banco entonces camino dentro de Quicentro, llego a otro banco. Las puertas cerradas, este abre a las 10:00. Espero, entro, pago.

Al menos un trámite listo, pienso. Ahora debo ir al CCI. Desobedezco a mi amiga y camino. Disfruto caminar, casi no lo he hecho desde que llegué y observar la carretilla de mote y la señora con traje indígena sentada en la vereda comiéndolo, me recuerda que amo la calle. Llego al otro centro comercial. En el parqueadero veo que esas paletas con la temperatura marca 24 grados. ¡Con razón me ahogo! Como estaba caminando sentía solo el viento pero ahora que me detengo, el calor invade mi cuerpo. El suéter de lana y el contacto de él con la mochila -que cada vez me pesa más- me producen la sensación de caminar en Guayaquil.

Llego al banco, finalmente. Casi no hay fila, espero cinco minutos y me atienden. El papeleo dura 15 minutos. No tengo apuro, el calor corporal ha disminuido pero miro el reloj y siento un leve dolor en el estómago, producto de la preocupación, creo. Son casi las 11 y ayer solo le dije a mi editora que haría el trámite pero no que llegaría con tantas horas de atraso.

Para qué preocuparme de eso, pienso, si ya esto aquí. Mejor termino de firmar y me voy. Me fui. Camino de regreso hacia la parada de bus y a mitad del recorrido suena mi celular: es el agente del banco que se disculpa porque olvidó hacerme firmar unos papeles que, sin ellos, no puede aperturar mi cuenta. Que regrese en ese momento. Paciencia. El calor se intensifica y aunque ya no tengo el suéter puesto siento cómo la mochila se pega a mi espalda.

Regreso al banco, firmo y me voy de nuevo. Mi humor continúa de la misma manera desde que me levanté: tranquila y alegre. Cada obstáculo hasta ahora ha sido un suspiro, nada más, siento que mi ánimo no ha cambiado y eso me motiva a seguir con la sonrisa en mi cara.

Salgo del centro comercial y decido que para no atrasarme (más) puedo tomar un taxi que me deje en una parada de bus cercana. No ha sido tan cercana pienso mientras nos dirigimos en el taxi. Esto de no saber las direcciones todavía es un problema. ¿Cuánto es? Con dos dólares en mano, pensando que puede ser menos, el taxista responde: 2,80. Quizás mi acento de mona o tal vez mi inseguridad al indicarle dónde quería que me lleve, quien sabe. Pero pago, solo quiero llegar al trabajo.

Han pasado tres horas y más desde que me levanté y mi estómago pide una fruta. Mientras espero en la estación que el bus llegue, pienso en el guineo que tengo en la mochila y que comeré en el largo trayecto que aún me espera recorrer. Llega el bus, me siento y alzo la mirada; leo el aviso de no comer. Paciencia.

Hace un par de años tan solo uno de estos obstáculos hubiera causado ese sentimiento de ira que se manifiesta en el hígado, ese dolorcito que a veces es inevitable pero que hoy comprobé que sí se puede evitar. Todo lo que sucedió hoy no es culpa ni de la cajera 1, ni de la cajera 2 ni del agente del otro banco, ni del taxista. Creo que tampoco es culpa mía, solo es mi karma. Sé que hoy la vida quiere enseñarme algo mediante pruebas. Quiere enseñarme la paciencia.

* Este post fue escrito en el cel en el trayecto de aquella parada de bus hasta el trabajo. Sí, es un viaje bastante largo.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Vengo y voy

Gitana o nómada. Recibo los calificativos con dosis de humor. Sé que ninguno tiene carga ofensiva pero sé también que quienes lo repiten no comparten mi decisión de moverme constantemente. Guayaquil, Lima, Quito; he dividido el año en estas tres ciudades.

“Qué pereza empacar y desempacar; qué pena hacer amigos y dejarlos al rato; qué feo perderte fechas importantes de tus seres queridos”. Este tipo de comentarios son los argumentos para convencerme que me quede en mi ciudad, que no me mueva, que me establezca de una vez. Cuando reviso esas frases supuestamente persuasivas, me doy cuenta que comparten una esencia: el miedo.

Lanzarse al vacío, temor a equivocarse, expectativas a lo desconocido, etc. Todas las ideas son creadas por la mente y así mismo, creo, deberían ser reemplazadas. No soy quién para convencer a otros a que den ese paso –irse a otro lado, radicarse temporalmente en otra ciudad- pero sí puedo compartir lo que significa para mí vivir en un lugar ajeno al que nací.

La perspectiva cambia, la mirada se vuelve ingenua, más auténtica; la sorpresa ante lo desconocido caracteriza cada día. Cuando lo nuevo se vuelve hábito, existe la opción de cambiar, de nuevo. Cambiar de rutas para llegar a un lugar, cambiar de medio de transporte, cambiar.

El miedo, creo, radica ahí. En esa transformación del orden establecido. Es cierto que el status quo brinda una suerte de seguridad, pero es un confort efímero que, aunque nos resistamos, se acabará alguna vez. Pensar que por esa sensación de no tener todo bajo control la gente deja de vivir estas experiencias.

Caminar por las calles desconocidas sin temor a perderme. Escuchar palabras nuevas, luego preguntar su significado y terminar –inconscientemente- empleándolas en mi vocabulario. Responder a un peatón una dirección que sorprendentemente sé y que no me he dado cuenta cuándo la aprendí. Descubrir detalles en las calles que pasas a diario, en las paredes que miras todos los días desde la ventana del bus. Conocer a personas con historias fascinantes, aprender de ellas, enseñarles cosas también.

Es refrescante y mágico. No es cansado ni aburrido. El hecho en sí, mudarse, es solamente un cambio más. Los prejuicios y demás obstáculos que las personas argumentan para no hacerlo les quitan una oportunidad que, considero, todos deberían vivir alguna vez.

martes, 26 de julio de 2011

El verdadero burócrata

Hoy tuve que ir al Consejo Nacional Electoral para pagar la multa por no haber podido votar -estaba en Lima y cuando me di cuenta que no podía solo ir al Consulado el día de la consulta, sino que debía empadronarme una semana antes era muy tarde, por gil- y debo confesar que no me demoré más de cinco minutos, muy eficiente el servicio, pero esa es otra historia.

Cuando caminaba por el estacionamiento intenté recordar la última vez que visité aquella dependencia pública y saltó a mi mente: año 2008, redactora de El Telégrafo. No recuerdo el mes pero sí de qué iba el reportaje: quería averiguar qué pasaba con el dinero que el CNE -en ese entonces TSE- prometía a los ciudadanos por cumplir su deber y ser miembros de cada Junta Receptora de Voto. Había averiguado que eran 5 dólares los que el TSE te pagaba por las ¿12? horas de trabajo (recuerden que han habido elecciones para elegir a todos los representantes -locales, nacionales- de golpe) entonces me dispuse a investigar cuántos ciudadanos cobraban ese rubro porque yo, que estuve dos veces en mesa, jamás había visto un centavo al final de la jornada entonces supuse que era un pago pos-día de las elecciones.

Entré a una oficina antigua para entrevistar al entonces presidente provincial, un señor con apellido pomposo que sé que algunos recordarán. No tenía referencia alguna de él ya que esos cargos carecen de mayor importancia en la práctica. Su secretaria abrió la puerta, él sentado detrás de su escritorio, frente a su computador, no se inmutó, hasta que ella me presentó y dijo -sin quitar la mirada de la pantalla- que pase, que pase. Me senté y, ya de cerca, noté que su extrema concentración -que por semisegundos admiré porque creí que era un hombre tan entregado a su trabajo que debía terminar de gestionar "algo"- era para elegir qué carta ubicar sobre otra carta. Sí, el hombre estaba jugando solitario en su computadora, no me había estrechado la mano aún, ni siquiera visto a los ojos, pero sí se tomó la osadía de decirme "que lo espere un ratito".

Esperé. Finalmente puso minimizar y se dirigió con el tan común "dígame". Empecé a plantearle mis dudas sobre el destino de ese dinero, sobre cuántas personas venían a cobrarlo, sobre qué pasaba con el dinero que no era cobrado. Parafraseando sus respuestas, que tuve que sacarlas con anzuelo y pinza, me dijo: "Son cinco dólares, no es nada, a la gente le cuesta más el bus de venida hasta acá y de regreso a sus casas, que cinco dólares. Es mínimo, eso no le sirve a nadie. No sé cuántos vienen a cobrar, esos datos deben estar en estadísticas. No sé qué pasa con la plata que no es cobrada pero es muy poca, le aseguro que es muy poca". Por supuesto que entre mi indignación y desentendimiento le rebatí cada una de sus respuestas pero él me miraba por debajo del hombro diciéndome entre líneas que lo deje en paz jugar su juego.

Olvidé mencionar que ya había hablado con estadísticas para averiguar sobre cuántas personas habían cobrado los 5 dólares, pero para variar un poco no tenían el sistema actualizado. También olvidé decir que mientras le hacía las preguntas, él retomó su partida de solitario. Mientras yo parecía loro repitiendo la misma idea de diferentes maneras para obtener al menos un breve testimonio, él -para rematar- estaba echado (desparramado) en estas sillas anchas de oficina, yo podía ver su camisa tensada por su rebosante panza que de cuando en vez rascaba.

Pasaron 15 minutos, no más, y le agradecí (jamás pierdo la cordialidad aunque no sé cómo la mantuve en esta ocasión) y me marché. Llegué al diario tan indignada y mis compañeros solo se reían. Comprendí que esas cosas suelen pasar, que no todas las fuentes te dirán lo que necesitas saber, eso es obvio, pero lo que también presencié muy de cerca, la jornada de un burócrata de verdad.

viernes, 24 de junio de 2011

Gris eterno

Amanece así. Medio día así. De tarde así. El color indeciso invade el cielo de Lima. Inútilmente espero que salga el sol, como cuando amanece nublado en Guayaquil y en algún momento del día un par de rayos cortan en dos las nubes. Acá no. Ha llegado el invierno, me dicen. Es obvio, pienso. Caigo en cuenta que nunca he vivido periodos largos en un lugar con este clima. Así tan gris, porque no solo es el frío o la garúa casi imperceptible, es ese cielo que convierte al invierno en una estación que creo, no quiero que llegue.

"Me gusta Lima de esta forma", me confiesa una amiga de aquí. A mí no, pienso. Prefiero recordarla soleada y calurosa. Quiero quedarme con la idea de una Lima veraniega. Enero, febrero y marzo cuando las nubes no son admitidas en el profundo azul.

Me voy a tiempo de esta ciudad que de ser ajena pasó a ser muy cercana. Me voy con el recuerdo que he decidido elegir y que es contraria a la de los poetas, escritores y músicos que se inspiran en el eterno gris. Yo no. Para mí, Lima es soleada. Lima es linda.

martes, 21 de junio de 2011

Regresar

Qué pena haber dejado tanto tiempo abandonado este espacio. En pocas semanas retomaré el blog y no importa que las situaciones ya hayan pasado, de todas formas hay algunas que no quiero olvidar, que quiero documentar: dos mujeres que abandonaron la quimioterapia porque sentían que las mataba y optaron por tratamiento alternativos. Están vivas y felices. Por otro lado, una visita a la cárcel y la historia de una mujer que durante siete meses acude cinco veces por semana a este indigno sitio donde tratan a las visitas como delincuentes. Eso por el lado de temas. Por el periodismo, también, novedades como siempre, anécdotas, malestares de un ambiente que a veces se llena de aire denso, solo a veces, pero pasa, como todo pasa. Volveré pronto. Como no soy una persona resentida, creo que el blog tampoco debe serlo.

martes, 26 de abril de 2011

Los astros me apoyan

Hoy, 26 de abril, consulté como lo hago usualmente, la página www.astro.com que te da un horóscopo personalizado, no general así "piscis" sino que responde a los datos que ingresas para tu carta astral. Los que no han ingresado y les interese la astrología o explorarla, curiosearla, háganlo. Bueno quise poner este post porque lo que "dice" mi horóscopo diario me encantó y es precisamente como me he sentido últimamente:

En este momento le atraerá cualquier técnica que le ayude a abrir aspectos nuevos del universo.

Una manifestación algo diferente es que se involucre con movimientos de reforma social. Usted ve que el mundo no funciona como debiera y quiere trabajar duro para cambiar las condiciones de vida de los menos afortunados. Aunque sus objetivos son idealistas, no están tan lejos de la realidad. Puede trabajar con una situación tal como es para provocar los cambios que desea. Sus actividades en estos asuntos pueden oscilar entre un enfoque relativamente conservador de trabajo con los pobres, enfermos o discapacitados en los hospitales u otras instituciones, hasta trabajar con grupos con objetivos mucho más revolucionarios.

lunes, 25 de abril de 2011

Arbitraria

Esta columna de la periodista Leila Guerriero es, como todos sus trabajos, espectacular. Inspirémonos, disfrutémosla:



No tienen por qué saberlo: soy periodista y, a veces, otros periodistas me llaman para conversar. Y, a veces, me preguntan si podría dar algún consejo para colegas que recién empiezan. Y yo, cada vez, me siento tentada de citar la primera frase de un relato de la escritora estadounidense Lorrie Moore, llamado Cómo convertirse en escritora, incluido en su libro Autoayuda: “Primero, trata de ser algo, cualquier cosa pero otra cosa. Estrella de cine/astronauta. Estrella de cine/misionera. Estrella de cine/maestra jardinera. Presidente del mundo. Es mejor si fracasas cuando eres joven -digamos, a los catorce“. Pero no lo hago porque no es eso lo que verdaderamente pienso y porque, en el fondo, dar consejos es oficio de soberbios. Entonces, cuando me preguntan, digo no, ninguno, nada.

Pero hoy es abril y ha sido un buen día. Hice una entrevista con una mujer a quien voy a volver a ver en dos semanas y varios llamados telefónicos que dieron buenos resultados. Compré frutas, conseguí un estupendo curry en polvo. Hay nardos en los floreros de la cocina. Corrí al atardecer. Me siento leve, un poco feroz, arbitraria. De modo que si hoy me preguntaran, les diría: corran. Les diría: sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos. Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten.

Escuchen a Pearl Jam, a Bach, a Calexico. Canten a gritos canciones que no cantarían en público: Shakira, Julieta Venegas, Raphael. Vayan a las iglesias en las que se casan otros, sumérjanse en avemarías que no les interesan: expóngase a chorros de emoción ajena.

Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de té o un vaso de agua, sientan la incomodidad atragantada del silencio. Y respeten.

Sean curiosos: miren donde nadie mira, hurguen donde nadie ve. No permitan que la miseria del mundo les llene el corazón de ñoñería y de piedad.

Sepan cómo limpiar su propia mugre, hacer un hoyo en la tierra, trabajar con las manos, construir alguna cosa. Sean simples pero no se pretendan inocentes. Conserven un lugar al que puedan llamar “casa”.

Tengan paciencia porque todo está ahí: sólo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no estar cansados, a no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en los que no sucede nada.

Maten alguna cosa viva: sean responsables de la muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog. Sepan que no lo serán nunca.

Pierdan algo que les importe. Ejercítense en el arte de perder. Sepan quién es Elizabeth Bishop.

Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan.

Tengan una enfermedad. Repónganse. Sobrevivan.

Quédense hasta el final en los velorios. Tomen una foto del muerto. Tengan memoria, conserven los objetos.

Resístanse al deseo de olvidar.

Cuando pregunten, cuando entrevisten, cuando escriban: prodíguense. Después, desaparezcan.

Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer, y háganlos bien. Escriban sobre lo que les interesa, escriban sobre lo que ignoran, escriban sobre lo que jamás escribirían. No se quejen.

Contemplen la música de las estrellas y de los carteles de neón.

Conozcan esta línea de Marosa di Giorgio, uruguaya: “Los jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y con lágrimas”.

Vivan en una ciudad enorme.

No se lastimen.

Tengan algo para decir.

Tengan algo para decir.

Tengan algo para decir.

Leila Guerriero es periodista argentina, ha publicado en diversos medios del extranjero y es autora de Los suicidas del fin del mundo.

domingo, 24 de abril de 2011

Cinco cosas que (creo que) los peruanos quisieran olvidar de la campaña presidencial

A continuación una breve lista de ideas que quiero compartir por su contenido tragicómico. Es parte de mi lectura guayaquileña sobre la campaña en Lima.









1. La sonrisa de Luis Castañeda: Así se esfuerce en lucir sincero y espontáneo, la unión de su maxilar inferior y superior con los dientes al descubierto solo puede comunicar una cosa: hipocresía.

2. La flauta de PPK: Para suplir su carencia de orador -no solo no puede hablar fluido y hace eternas pausas sino que su acento agringado no lo ayuda-, el candidato más viejo (73 años) pretendía ganar votos con sus habilidades musicales. Elegía la flauta traversa y aunque sus raíces alemanas no son precisamente de Hamelin, confiaba que el poder de la melodía convenza al pueblo.

3. Gina Pacheco: Sé que es cruel solo nombrarla y no citar alguna característica de ella. Creo que el testimonio de la ex enfermera de Alberto Fujimori la sepultó. Cuando le preguntaron sobre su incursión en la política atinó a decir: No sé nada de política pero puedo aprender. Soy fiel a Alberto y él me ha dicho que postule en su lista, que tengo el derecho. Recordemos que Gina postuló para el Congreso son Fuerza 2011, el partido de Keiko. La candidata presidencial nunca estuvo de acuerdo que ella pertenezca a su lista e invalidó su candidatura. Semanas después el Consejo Nacional de Elecciones reconoció el derecho de Gina reincluyéndola en la lista. La enfermera que no sabía (ni sabe) nada de política estuvo en las planchas anaranjadas. Los peruanos, sin embargo, no le dieron su voto.

4. Meche Aráoz: Todavía hay afiches propagandísticos de la candidata presidencial del Apra en las calles de Lima, a pesar de que retiró su postulación a la candidatura la segunda semana de enero. Meche fue la punta del iceberg que luego se fue desmantelando en el (antes muy prestigioso y respetado) Apra -partido del gobierno actual- que luego de los conteos oficiales quedó solo con 4 representantes en el Congreso.

5. La canción de campaña de Keiko: Siguiendo su línea populista, la hija del inolvidable presidente Fujimori escogió a la artista folclórica Nina Paucar, para que interpretara su canción de campaña. No diré más, este video habla solo:

http://www.youtube.com/watch?v=uY3h70WLF3U

Mario Castro, el pianista del Munich




Así de simple



Estaba en una exposición de obras que hacían alusión a Oswaldo Reynoso y su obra de Los Inocentes. El piso estaba lleno de palabras y me topé con esta. Tan simple, directa, ofensiva para pocos conservadores, verídica, fuerte, ideal.
Es algo que todos deberíamos hacer.

jueves, 21 de abril de 2011

“Con frecuencia me decepciono de mis textos”

Cuando leí esta entrevista de Víctor Núñez Jaime a Alma Guillermoprieto se me erizó la piel. Sin exagerar mi expresión. Estaba en el metropolitano regresando a casa, con 6 páginas blancas impresas en mis manos. De pie, porque no había asiento, y agarrada de una de las barras verticales. Nada me importó. Los empujones de la gente. Los remezones del inmenso bus. Las casi caídas que siempre sufro. Disfruté cada palabra de esta entrevista en sus dos dimensiones: su forma y su fondo. El estilo me parece agradable, fluido, enganchante. El contenido es fenomenal, asombro y más que nada, inspirador. Por cierto, el título es, también, la historia de mi vida. Reemplazaría el "con frecuencia" por un SIEMPRE. Se las dejo para que la saboreen como yo:


La periodista mexicana, Alma Guillermoprieto, colaboradora de publicaciones como The New Yorker, habla de su forma de trabajo y cuestiona la manera como se ejerce actualmente el periodismo en Latinoamérica: con escaso rigor y falta de imaginación.

Desde hace treinta años, Alma Guillermoprieto —La Señora Crónica— se enfrenta a la vida con un cuaderno y un bolígrafo en la mano. Y desde entonces, también, tiene un vagabundo afán por descifrar a Latinoamérica. Lo hace, diría Kapuscinski, con los cinco sentidos del periodista: estar, ver, oír, compartir y pensar.

Alma se sabe emocionalmente vulnerable pero aprovecha la subjetividad para imprimirle a sus textos ritmo, colores, sabores, olores, murmullos, experiencias, sensaciones. “Si vives en crónica, entonces escribes en crónica. Si vives en
declaración de funcionario, entonces escribes
en declaración de funcionario”, sostiene.

Ella siempre va más allá de lo aparente. Retrata a la gente común y nos explica cómo sus destinos están regidos por una clase política sin escrúpulos. Si escribe sobre los pepenadores, también habla del subdesarrollo. Nos lleva a la guerrilla para revelarnos las obscenidades de la especie humana. Nos cuenta del tango y perfila una crisis económica.

Es su forma de vida. Es su pasión. Y la disfruta con toda la intensidad posible.

Pero ahora, sentada ante una pequeña mesa de una cafetería en la Ciudad de México, mientras bebe un capuchino descafeinado, Alma Guillermoprieto sufre. Su sonrisa se torna nerviosa y parece estresarse. Sufre porque no le gusta que la entrevisten. Sin embargo, su conciencia profesional y su generosidad pueden más.

***

En México, Alma Guillermoprieto comenzó a estudiar danza moderna a los 12 años. A los 16 se fue a Nueva York con su madre, y siguió bailando. Fue discípula de Martha Graham, Twyla Tharp y Merce Cunningham. Para pagar las clases trabajó como mesera y vendedora de zapatos. Para el otoño de 1969 Merce le dijo que había una oportunidad de ir por un año a dar clases de danza a Caracas o a La Habana. No estaba segura de aceptar y consultó la proposición con Twyla: “Yo que tú, aceptaba. No vas a lograr nada quedándote acá”, le dijo. Lo pensó, decidió irse a Cuba y ese viaje le cambió la vida.

Daría dos clases al día en la Escuela Nacional de Arte Cubanacán durante un año a cambio de 250 dólares mensuales. Pero al final sólo se quedó seis meses en la isla.

Llegó a La Habana el primero de mayo de 1970. Pasó sus primeros días en el hospital por complicaciones en las vías respiratorias. Luego intentó adaptarse a la vida austera de la isla, a la escuela y a sus alumnos. Le costó interesarse en “la Revolución”. Se sentía muy sola e incluso llegó a tener pensamientos suicidas. Todo esto lo cuenta en La Habana en un espejo (Plaza & Janés, 2005), quizá su libro más íntimo.

Un noche, antes de ver Memorias del subdesarrollo en la Cinemateca de La Habana, vio el noticiario del Instituto de Arte e Industria Cinematográfica. Era la primera vez que veía un programa de noticias. Nunca lo había hecho y tampoco había leído un periódico completo (“el mundo de los bailarines es tan absorbente…”, explica ahora). Y era la primera vez, también, que ante sus ojos se proyectaban las imágenes de la guerra de Vietnam: los muertos, los incendios con napalm, la gente huyendo, el estruendo de las bombas al caer... Salió impresionada del cine. “Y yo sin hacer nada”, se reclamaba.

¿Ése fue el origen o la causa de que ahora usted sea periodista?

Yo creo que sí. Sí. Hasta ese momento comprendí que existía un mundo que no era el mundo del arte y que el arte no podía auxiliar y en el cual el arte era irrelevante. Fue un descubrimiento culposo, como tantas veces en mi vida. Y fue un descubrimiento válido, también. Sí, sin eso que me sucedió en La Habana tal vez no me hubiera convertido a este oficio.

Casi ocho años después de aquella experiencia en Cuba, Alma Guillermoprieto cambió las zapatillas por la pluma. En agosto de 1978 se fue a Nicaragua durante los días de la insurrección sandinista contra Anastasio Somoza y empezó a reportear a lado de la fotógrafa Susan Meiselas. Susan captaba imágenes con su cámara y Alma con sus cinco sentidos para luego forjarlas en palabras.

¿Por eso dice que aprendió a reportear como fotógrafa?

Yo nunca fui a una conferencia de prensa y, hasta la fecha, no voy a las conferencias de prensa porque para mí no explican nada esencial. Es como ir a ver a un autor en vez de leer su libro. No entiendo qué se gana con eso. Los fotógrafos solamente pueden producir como material de trabajo lo que ven. Y yo, como reportera, sólo producir como material de trabajo lo que he visto. Dicho lo cual, los fotógrafos llegan al lugar y hacen clic después de lecturas, estudios, entrevistas... no es posible tomar las fotos llegando nada más al lugar. Y yo tampoco. Antes he procurado nadar en el material.

***

Alma Guillermoprieto ha vivido en Los Ángeles, Nueva York, La Habana, Managua, San Salvador, Río de Janeiro y a mediados de los noventa regresó a México para establecer su “base de operaciones” y planear sus constantes viajes. ¿El nomadismo como búsqueda de arraigo? “Vivo aquí y rara vez —y con pésimos resultados— he escrito sobre otra cosa que no sea América Latina, porque si bien hay cosas que me apasionan, no hay nada más que me pertenezca”, contó en el prólogo de su libro Al pie de un volcán te escribo (Plaza & Janés, 2000).

Para hacer sus crónicas, antes de subir al avión lee sobre el lugar al que va. Al llegar camina libremente y sin propósito para atrapar aspectos de la ciudad y de la gente. Entonces define cuál es el camino que podrían andar con ella sus lectores. Así, delimita el tema y comienza a identificar personajes y a reportear.

“Para ir a reportear me levanto más temprano de lo que quisiera. Si me ha ido bien, tengo unas cuatro citas o sé a dónde ir. Veo que tenga suficientes lápices y plumas, que tenga un cuaderno y que no lo haya perdido (alguna vez me ha tocado) y voy al lugar donde tengo que estar. Y si tengo la oportunidad de ir a un lugar que a mí me conmueva pues voy lo más temprano que me acepten y procuro estar ahí hasta que me corran. La pila se me puede acabar a la media hora, pero yo procuro estarme seis. Cuando puedo, me hago a un ladito y escribo todo lo que se me ocurre a lo largo de ese día”.

“A los hechos hay que acercarse con el cuaderno y con el corazón”…

Sí. Yo, como cronista, no puedo escribir si no estoy profundamente conmovida. Por eso estoy muy agradecida con Colombia. Ahí, lo que sucede es siempre profundamente conmovedor. Ése es mi punto de partida. No es nada intelectual ni de observación diletante. Es arriesgar en ocasiones hasta el pellejo. Pero no quiero dramatizar.

En efecto, el país donde se sitúan la mayoría de los textos de Alma Guillermoprieto es Colombia. “Colombia —explica— es un país que amo por muchas razones: por verde, por alucinantemente hermoso en su geografía. Lo amo porque, los bogotanos en específico, son devotos de dos cosas que me fascinan: la rumba y la lectura. Quiero a mucha gente allá y me quieren mucho a mí. Y tal vez lo amo principalmente porque me ha dado material para pensar. Como escritora amo los lugares que me dan ese material como para masticar, elaborar, reflexionar, meditar. El largo proceso de reflexión sobre los fracasos civiles de América Latina se me ha dado más ricamente en Colombia”.

¿Cómo le hace para establecer empatía con sus interlocutores?

Es un conflicto moral eterno: uno no quiere que sus entrevistados queden desprotegidos o sufran. Pero mi problema es el contrario: ¿cómo hago para que no me cuenten todo? Yo tengo una cara de enfermera o no sé... porque me cuentan todo, todo. El gran secreto para un reportero es confiar en que todos queremos contar nuestra historia. Todos. Todos queremos ser comprendidos. Escuchados. Y los reporteros, la mayoría de las veces, no escuchan. Van en busca del entrecomillado y no en busca de la verdadera historia que hay detrás del entrecomillado. Pero si uno va en busca de la verdadera historia, el entrevistado percibe eso y lo agradece más de la cuenta.

En la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que preside Gabriel García Márquez, dicen que Alma “tiene la virtud de hacer que los lectores avancen por sus historias sin tropezar con palabras mal puestas ni verbos enredados”. Basta leer cualquiera de sus textos para toparse con una prosa llena de ritmo, vocabulario y una musculatura verbal que propicia unos cadenciosos movimientos narrativos.

Desde niña comenzó a “atesorar palabras”. Leía, en la biblioteca de su madre, los libros de Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Ramón López Velarde, César Vallejo, Octavio Paz… Pero también leía con especial entusiasmo, número tras número, el New Yorker.

¿De ahí proviene su estilo literario?

En gran parte, sí.

¿Quién es su mayor influencia como escritora?

Mi mamá [la periodista Lita Paniagua]. Tardé muchos años en reconocerlo, pero es así… Mi mamá escribía en una revista un poco frívola, digamos. Escribía sobre su vida y lo que le interesaba. Yo creo que hubiera sido una gran bloguera en esta época. Era muy chistosa, muy ocurrente... El registro trágico no lo manejaba. Tenía mucha fluidez. Estudió en Estados Unidos y yo creo que sus grandes lecturas fueron en inglés, antes de descubrir a los hispanoamericanos. En Nueva York era secretaria. Finalmente logró graduarse en la universidad y conseguir la maestría. Sus últimos años en Nueva York trabajó en un programa sobre los barrios marginales de Harlem. Y eso también fue una gran influencia para mí: la cultura negra, el jazz.

Escribió en la revista Kena hasta que murió, a principios de los ochenta. Tenía un estilo muy personal, muy bonito. Yo creo que, inconscientemente, tengo mucho de ella en mi escritura. Y mucho del New Yorker. También gracias a mi mamá, uno de nuestros grandes placeres era la suscripción a The New Yorker. Cuando llegaba, los miércoles, el gran placer era sentarnos juntas primero a ver las caricaturas y luego a leer la entrada de la revista. Pero en ese momento ni siquiera pensaba en ser escritora. La danza para mí era lo único que importaba. Realmente jamás me pasó por la cabeza ser periodista o escritora. Sin embargo, yo creo que esas lecturas que me daban tanto placer se me quedaron grabadas. Los grandes textos de la revista eran reportajes. Ahí leí Hiroshima, A sangre fría... Sin duda eso fue una influencia profunda.

***

Durante tres décadas, Alma Guillermoprieto nos ha contado con espíritu etnográfico las tragicomedias latinoamericanas: las guerras de Nicaragua, El Salvador y Colombia; las características de los pepenadores y los mariachis mexicanos; la violencia y la corrupción en Brasil, Argentina, Perú y México; las vidas de Marcos, Evita, el Che, Fidel, Vargas Llosa; nos ha hablado de las muertas de Juárez y de los videoescándalos detonados por un payaso, de las cholitas luchadoras en Bolivia y del culto a la Santa Muerte en México. Cada uno de sus textos es “de largo aliento”: “Tardo como un mes para escribir una historia. Ahora los textos son mucho más cortos de lo que eran antes, pero no soy capaz de hacerlo más rápido. Me tardo tanto porque lo que más me cuesta son los enlaces entre los párrafos. Puede pasar un día y no le encuentro”.

Dice que nunca ha escrito más de cuatro textos al año. Siempre lo ha hecho en inglés, pues los publica en las revistas The New Yorker, The New York Review of Books y National Geographic. Lo único que ha hecho en español es su libro La Habana en un espejo. “Tenía que desenterrar recuerdos muy añejos. Me pareció que si no lo hacía en el idioma en que lo viví, no iba a lograr una buena reconstrucción. Por otro lado, me pareció que si lo escribía en inglés iba a entrar en un debate que me ha parecido siempre imbécil sobre Cuba: si es dictadura o no es dictadura, Fidel o no Fidel y el comunismo... y no fue así como viví esa experiencia. Entonces, obligadamente tenía que escribirlo en español para evitar entrar en ese discurso. Pero fue muy difícil. Creo que no lo volvería hacer. Llevaba 25 años escribiendo en inglés y perfeccionando el idioma con el que trabajo. Al tercer capítulo me quedé sin verbos, sin adjetivos, sin adverbios... era desesperante. No tenía el vocabulario, los recursos, el idioma, para seguir adelante. Yo creo que ésa es una de las fallas de ese libro. Es un libro hecho a hachazos en vez de utilizar un cuchillo de filetear. Me siento más a gusto en inglés. Soy muy irónica y el inglés permite unos vericuetos y unas cuchilladas bajas que quizá el español, más declarativo, no permite”.

Alma tiene sus puntos débiles a la hora de escribir y no le importa descubrirlos: “Siento que me falta estructuración. Muchas veces doy noticias y la gente ni se da cuenta porque lo integro demasiado al texto literario. Tengo una obsesión por los mismos temas. Tengo una cierta tendencia hacia el sentimentalismo. Siempre pienso que tendría que haber reporteado más. Y eso que nos preocupa y nos obsesiona tanto a todos: cómo integrar la información pura y dura en un texto literario... Frecuentemente me decepciono de mis textos. Mi primer libro, Samba, tardé años en quererlo. Me duele el hecho de no haber reporteado nunca bien a los malandros, a los narcotraficantes del barrio... creo que porque me dio miedo. Me falta orden. Y yo creo que mi escritura... carece de esa seguridad que tienen principalmente los hombres, aunque no quiero dividir por género, de decir: yo soy importante, léanme. Siempre tengo entradas sinuosas y yo quisiera poder entrar de una manera más declaratoria. Pero no sé hacerlo. Siempre que empiezo un artículo o que voy a la mitad, siento que no me va a salir. Entonces necesito leer un artículo mío para comprobarme a mí misma que alguna vez pude. Leo, de preferencia, un artículo viejo y digo: caray, no está tan mal... si alguna vez pude, puedo otra vez”.

***

Al preguntarle sobre el actual periodismo latinoamericano, Alma comenta: “Los periódicos en América Latina, me da pena decirlo, no son muy buenos. Hay contadísimas excepciones. Los reporteros jóvenes y muchas veces brillantes se quejan de sus editores, del sueldo... con toda razón. Pero tampoco son tremendamente imaginativos a la hora de proponer textos y enfoques para la realidad. La realidad latinoamericana es infinitamente rica, es mágica e increíble. Al periodismo latinoamericano le falta descubrir la forma de transmitir eso. Está el mundo por descubrir y está todo por escribir. Pero no se comprometen plenamente con eso. Tampoco los periódicos latinoamericanos se plantean todos los días cuáles son los seis temas que pueden cambiar un país, una ciudad”.

¿Qué es lo que más hace falta en los medios de la región?

Abordar temas absolutamente pendientes, como la ecología. Eso da para todo: para crónica, para reportaje científico o político. Pero todo el mundo lo asume sólo como un tema que hay que cubrir porque es bueno para la salud y le dedicamos media página. Entonces los lectores perciben eso y dicen: “la ecología es una hueva”. ¿Cómo va a ser una hueva nuestro futuro? Las grandes decisiones de la ciencia se toman fuera de nuestros países y nosotros no estamos ni siquiera en condiciones de entender qué son. Tampoco aparece el narcotráfico más que en su dimensión criminal, y nadie se ocupa del reportaje empresarial... ¿quién le ha hecho el gran reportaje a Carlos Slim? Con esos me quedaría nada más para arrancar.

Hace tiempo también hablaba acerca del periodismo quieto en contraposición al periodismo estridente…

Sí. Fue a raíz de una carta de un amigo mío que fue editor nacional del Washington Post. En América Latina tenemos la tradición del periodismo contestatario que cumplió un papel histórico muy importante en las luchas de independencia o contra las dictaduras... Pero desgraciadamente el periodismo contestatario se hace con la voz muy alzada y lo que queda después es un periodismo gritón. El periodismo gritón aburre a los que les gusta pensar, aturde y crea un público populista acostumbrado a las respuestas extremas siempre. El periodismo callado da explicaciones que permiten reflexionar y pensar, que es un paso necesario para la adultez cívica.

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“Todos mis artículos son bastante apasionados y guardan cierto veneno para con los políticos, porque me parece que la falta de decencia en la política latinoamericana es una tragedia”, dice Alma Guillermoprieto.

Después de 30 años de recorrerla, ¿cómo define hoy a América Latina?

América Latina es una región más próspera. Los pobres son hoy menos pobres que en mi niñez y que hace 30 años, las tasas de mortalidad han descendido, la desnutrición es menos común... América Latina es hoy una región más esperanzadora. ¿Qué es lo que me desespera? Que haya dado a los tumbos con un camino a la modernidad que es en gran parte un camino hacia la cultura chatarra de Estados Unidos. Yo quisiera vernos independientes culturalmente, abocados a la búsqueda de las respuestas importantes y no al consumo en todos los sentidos: el consumo cultural, el consumo comercial de lo fácil, de lo frívolo, del oropel, de lo desechable.

A pesar de que durante algunos años trabajó de planta en el Washington Post y en Newsweek, prefiere ser periodista freelance. “Es que soy una persona complicada y supongo que aventurera, aunque la palabra me disgustó muchísimo durante años. Dependo mucho de mi propia libertad y fácilmente me siento muy encerrada. La rutina de depender de un jefe, de un sueldo, siempre me ha pesado mucho. Como freelance claro que asumo ciertos riesgos que con la edad se vuelven más amenazantes, pero a cambio tengo la libertad de crear. Entre las dificultades de ser freelance está, por supuesto, la económica... Pero levantarse todas las mañanas e inventarse la vida de pe a pa, no es poca cosa. Resolverse existencialmente todos los días, no es poca cosa. Es una gran posibilidad. Yo creo profundamente en las posibilidades de la libertad. Creo que es la manera más plena de vivir como ser humano, para mí. Y ése es el camino que elegí”.

Pero en la vida de Alma Guillermoprieto también hay tiempo para cuidar el jardín de su casa, salir a comer con sus amigos e ir al cine. “Las pelis y el internet son una distracción absorbente… ¡paso horas navegando!”, dice con una sonrisa. Ya han transcurrido casi dos horas desde que comenzó a responder preguntas y cuando contesta la última, mira fijamente al interlocutor y ella misma apaga la grabadora y suspira de alivio. La Señora Crónica ha dejado de sufrir.

miércoles, 20 de abril de 2011

Perdida en sus teclas



Mi primer contacto fue lejano y breve. Me senté en una barra, el único sitio disponible en el bar Miunich*. Era viernes. Eran las 10. Habré estado una hora como máximo, pero fueron sesenta minutos que no le despegué la mirada. Le pregunté a mi acompañante su nombre y atinó a decirme "Whitman".

El segundo fue más largo y cercano. Me senté en una mesa frente a él. Él dándome la espalda por supuesto, pero yo igual lo contemplaba. Pero no solo con la mirada. Mientras tomaba una desagradable cerveza artesanal, que entre mi mejor amigo y yo habíamos elegido en el menú (era la única que no habíamos probado en este país ajeno y apostamos por hacerlo), me desconcentraba de su conversación por querer oir otra cosa. Por querer oir las notas que emergían de esas cuerdan tensadas produciendo melodías. Esa noche escuché la Zorba griega, La Chica de Ipanema, Chopin (no recuerdo cuál), El Cantante de Lavoe y unas cuantas romanticonas estilo Alejandro Sanz.

El tercero fue intenso. Me atreví. Me acerqué. Justo cuando interpretaba Let it be. Tal vez fueron los Beatles quienes me dieron el empujón, no sé. Solo sé que de repente ya estaba ahí. De pie, junto al piano. No quería interrumpirlo. Tanteé:

- ¿Es usted Mario Castro, verdad?

E inmediatamente me sentí tan idiota porque pude elegir un millar de frases o preguntas y escogí la más banal. (Ya le había preguntado al bartender su nombre, descubrí que la adivinanza de mi amiga al decir "Whitman" la noche anterior, correspondía a otros pianista que pasó por el bar durante dos meses, hace un par de años atrás). Me respondió asintiendo y me invitó a sentarme. Eran uno de sus microrecesos entre canción y canción, pero este duró quizás -por mi culpa- un poco más.

Empezó a despejar mis primeras curiosidades. Me contó que lleva 20 años tocando en el Miunich, que nunca tuvo clases particulares, que aprendió viendo y oyendo, que viene de lunes a sábado al bar. Yo lo escuchaba. Escuchaba su voz y su música porque comenzó a hablar mientras continuaba con sus melodías.

- ¿Qué quieres que toque?
- Me gustan los Beatles, me encantó la que tocó recién (Let it be)
- Mejor te toco una de Paul McCartney

Y lo hizo. Comenzó a deslizar rápida y ligeramente sus diez dedos sobre el teclado. Sus pulgares, índices, medios, anulares y meñiques parecían soldaditos corriendo en una pista blanca con gradas negras. Mis ojos clavados en sus regordetes dedos y sus rosadas y cortas uñas se perdían en cada sonido.

- ¿Sabes cuál es?
- Sí, Band on the run.

Me preguntó riendo y yo respondí, también, riendo. Ya estaba. La vergüenza, temor y demás sentimientos que me mantuvieron alejada de Mario habían desaparecido. Conversamos cerca de media hora hasta que noté que había dejado botados a mis amigos en la mesa. Me despedí, pero le prometí volver.

Volví al día siguiente. Fue mi cuarto encuentro. Extenso. Intenso. Fui sola, dispuesta a descubrir qué había detrás del pequeño, trigueño y sonriente señor que me había capturado con sus notas. Me saludó efusivamente y me invitó a sentarme en una silla junto al piano. No dudé. Mario, vestido de pantalón y saco gris, y una camisa azul con estampado hawaiano, también se sentó en su silla, diagonal y delante mío. Pero cerca.

Esperé que comience a tocar. No tuve que esperar mucho. Cuando Mario toma asiento frente al imponente instrumento es como si nada más importara. Por un momento su sonrisa -que acaba de regalarme- se borra y sus delgados labios se juntan. Saca la boca y frunce el ceño ligeramente. Su mirada persigue sus dedos que brincan de una escala a otra. A pesar de la rapidez de sus movimientos, el golpe en cada tecla es determinante y se conjuga con la anterior y siguiente nota creando maravillosas melodías. Mientras yo lo contemplo idiotizada, mi alrededor es un circo de barullos y chacotas. Los bebedores y comensales de todas las mesas se divierten entre ellos y pareciera que escuchar la melodía que Mario produce.

- ¿No le importa que no lo escuchen?
- Lo que pasa es que sí me escuchan, ya verás. Me reprende bromeando.

Y sus palabras son hechos. Termina de tocar ¿Lo ves? de Alejandro Sanz y los aplausos llegan de todas las mesas del bar.

- Si ves lo que te dije. Ríe.

Vuelve a su teclado y empieza con otra. La chica de Ipanema. Nuevamente. Ya lo había escuchado tocarla antes, entonces le pregunto si le gusta y contesta que sí pero que toca de todo.

- ¿Qué género prefiere tocar?
- Romántico. Yo soy una persona romántica. Por ejemplo este.

Y mientras me voy perdiendo, de nuevo, en su música, me comenta que es un bolero cubano.

- Pero la verdad es que me gusta tocar de todo. Me gusta la música. Para mí esto es para expresarme. Con esto yo me expreso. ¿Me entiende? Es como cuando uno habla, una cosa es hablar, otra cosa es gritar, otra cosa es hablar. Yo con este instrumento hablo, no es mi voz pero es mi expresión.

Pregunto cuándo se dio cuenta que la música significaba tanto para él y me cuenta que inició de adolescente, que una vez una tía le ofreció clases junto a su primo y un profesor de piano, que no pudo aceptar porque no tenía tiempo, que igual le gustaba el sonido del piano, que decidió tocarlo por su cuenta, que empezó a escucharlo y a leerlo, que al poco tiempo se dio cuenta ya sabía tocar.

Durante su infancia Mario no tuvo la oportunidad de recibir clases particulares. Cuando tenía 6 años quedó huérfano de padre y madre y sus primeros 11 años pasó entre un internado y la casa de su abuela. En el colegio había un piano que le dejaban tocar. Entonces se volvió aficionado. Dedicaba varias horas al día frente a ese enorme instrumento. A los 15 aprendió guitarra, a los 16 saxofón y así cada año hasta cumplir 19 fue aprendiendo el uso de varios instrumentos musicales. A los 17 su abuela murió pero para ese entonces ya había sido llamado a cumplir con el servicio militar.

- En el ejército también combinaba mis actividades con el piano. Un oficial se dio cuenta que era bueno y me invitó a formar parte de la banda. Luego me pidieron que también sea arreglista. Acepté ambas cosas, siempre acepté todo lo que tenía que ver con música. En esos años, durante el gobierno de Alan García, también fui el director de la orquesta de la escolta presidencial, estuve en algunos de esos eventos elegantes. Pero ya después me cansé de eso, pedí la baja y me la dieron.

Mario habla con naturalidad, cuenta cada uno de sus logros como si se tratara de una anécdota cualquiera. Mientras comparte sus vivencias no deja de entretener al resto de personas. Un joven se le acerca: "Maestro, tóquese amor, amor" y le deja un par de monedas al final de teclado. Termina lo que estaba interpretando y complace el pedido. Yo permanezco callada por un rato, quizás ha sido el silencio más largo desde que estoy a su lado hace ¿una hora? ya no sé. Sinceramente no quiero interrumpirlo, creo que ya lo he hecho reiteradas veces. Pero él sin detener su melodía voltea levemente su cabeza, abre los ojos con esfuerzo, alza las cejas. No dice nada pero su rostro me grita "¿Y?". Enseguida acompaña su gesto con "Pregunta no más".

- Veo que la gente se le acerca a pedirle canciones. ¿Toca todas las que le piden?
- Si me la sé sí, si no me la sé les pido que me traigan un disco con la canción y yo me la llevo a mi casa y la saco en el piano. Eso hice con un pata que me retó a que toque I´ve got a feeling. Creyó que no podría, pero pude. Él me grabó y lo subió a youtube, ¿no lo ha visto? tiene como mil visitas. Y ríe de nuevo.

- ¿Cuántas canciones se sabe entonces?
- No tengo idea, demasiadas, no llevo la cuenta.

Mario me responde y frente a él, su atril luce desnudo, ni una hoja, ni una partitura, ni una nota. Nada.

- Me las sé todas de memoria.
- Impresionante. ¿Y cuántas toca al día?

Alza su mirada y demora un par de segundos en contestar. Sus dedos siguen brincando en las teclas. No mira el teclado, mira el techo, luego el reloj, luego a mí. Pero no se equivoca. Toca Zorba el griego a la perfección y algunos de los presentes lo acompañan con las palmas.

- Deben ser como 15 por hora entonces unas 120 al día.

De lunes a jueves Mario trabaja de 6 y media a 12 de la noche. Los viernes y sábado se queda hasta las tres de la mañana. Los fines de semana, a las 11 de la noche, llega un amigo, un percusionista que acompaña sus melodías con una batería. Me cuenta que casi todas las noches al menos una pareja se para a bailar, hoy no hemos tenido suerte pero él me asegura que "más tarde".

- ¿No se cansa de tocar durante tanto tiempo?
- Si no me pagan si me canso. (Lanza una carcajada)
- ¿Y toca desde los 13 años, no ha tenido un receso?

Cuarenta y dos años de música. Tiene 55 y desde que descubrió que le encantaba este arte, se dedicó plenamente a él. No ha sido fácil, no. No es una profesión para ganar dinero, es una vocación que eligió y que no piensa abandonar. Me comenta que más gana en propinas que en sueldo fijo, pero en total sus ahorros le alcanzan para pagar un cuarto que alquila con su conviviente. Su conviviente, así se refiere a ella. Curiosa, sin querer parecer chismosa, pero curiosa, le pregunto:

- ¿Es su esposa?
- No, solo mi conviviente. Estuve casado antes. Dos veces. Tengo seis hijos. Dos nietos. Solo dos nietos. Mis hijos no me quieren dar más.
- ¿Los ve seguido?
- Sí peee, son mis hijos. A veces me visitan, a veces yo a ellos.
- De sus tres amores, ¿conquistó a alguna con el piano?

Nuevamente alza la mirada como quien buscara en el cielo las imágenes del pasado. Me confiesa que a la primera no. A ella la conoció cuando él apenas tenía 19, cuando recién ingresó al ejército. Formaron una familia rápidamente pero su matrimonio fue breve, no tiene tan buenos recuerdos pero prefiere no hablar más de ellos. A la segunda sí, puede ser que a ella le haya gustado por el piano, eso me dice. Pero la tercera no, ella ya lo conoció aparte.

- ¿Ha escuchado esa canción que dice todo comenzó por una mirada? Lo de nosotros fue todo comenzó por una hamburguesa. (Y se empieza a reír en complicidad)

Con su conviviente lleva recién dos años y confiesa que es feliz con ella.

- No es celosa, o sea ella sabe que yo puedo ser coqueto a veces usted me ve pero yo soy fiel y ella sabe eso.

Coqueto o no Mario me invita a tomar una cerveza. Un rato me pregunta "si me puede decir algo" y asiento: "Sabe que usted es una de las pocas mujeres que si se arregla un poquito se la ve bella". No entiendo qué quiere decir (porque no tengo una gota de maquillaje y las ojeras quieren tomarse mi cara) y no pregunto mucho solo atino a sonreír. Creo que capta mi incertidumbre y continúa: "O sea que usted así sin maquillaje se la ve bien pero si se pone no más una rayita (y hace la seña de delinearse los ojos) se la ve bella. Me río. Me sonrojo pero la luz tenue del lugar no permite que él lo note.

Sabe que soy de Ecuador porque durante nuestra tertulia entre melodías él también me ha interrogado. Me pregunta si ya he probado la comida peruana y me nombra una serie de platos con carnes y mariscos. No quiero decirle pero él insiste en que pruebe anticuchos.

- Soy vegetariana.
- ¡Ay, por favor!

Con su virada leve de cabeza me sonríe y guiña un poco el ojo. Me dice que me pierdo de lo más rico pero igual me pregunta qué me gusta comer y me recomienda una serie de sitios que cree que debo visitar. Como si fuera otra pregunta de rutina me cuestiona.

- ¿Sabes lo más lindo que tiene el ser humano?
- El corazón... (respondo sin pensarlo mucho, con el corazón precisamente)
- Sí, eso. Cuando uno actúa con el corazón, tiene buen corazón, eso se nota, se nota en los ojos de las personas, en la mirada. Cuando tienes buen corazón y haces las cosas que te gustan, las haces bien, todo el resto te sale bien.

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* El bar se llama así, con la I entre la M y la U, el dueño luego me explicó que cambiaron el nombre por un tema de razón social)

Esa fue mi historia con Mario, aunque larga para algunos, corta para mí, sigue siendo resumida. La foto fue mi tercer encuentro, antes de acercarme a él. Les dejo también el link del video de youtube donde toca la canción de Black Eyed Peas: http://www.youtube.com/watch?v=MEnOKjEuv-c (por cierto no tiene mil visitas pero espero que pronto las tenga, ja)

martes, 19 de abril de 2011

Entre el suelo y el cielo




Entre mis actividades pendientes en Lima estaba visitar el cerro San Cristóbal. Un cerro que para los guayaquileños es el equivalente al Santa Ana pero solo por el hecho de que se puede ver toda la ciudad desde la cima. A diferencia del guayaquileño, el cerro limeño:
- solo puede ser visitado llegando en en carro o algún transporte (quizás caminando pero te demorarías mucho)
- no tiene una zona turística como las casitas de colores que disfrazan la fachada del nuestro
- es mucho más alto

Para llegar hasta ahí una amiga y yo fuimos a una de las calles céntricas para tomar el transporte. Mis expectativas eran nulas y creo que por eso fue tan emocionante el viajecito. Llegamos con las justas, a las 8 en punto de la noche. El bus mediano ya estaba lleno pero el chofer nos señaló que en el puesto de copiloto había dos asientos. Nos sentamos. Pagamos cinco soles (ni siquiera son 2 dólares). El bus arrancó y la acartonada voz de una mujer empezó a narrar sin descanso las descripciones de cada uno de los edificios que teníamos a nuestro alrededor. Un híbrido entre historia de los libros "oficiales", leyendas y de seguro el toque de ella. La bulla de los pasajeros me impedía escucharla bien pero iba fascinada transitando por otras calles que nunca antes había visto.

Antes de llegar a las faldas del cerro todo transcurría con normalidad. Justo al llegar, la primera advertencia. "Por favor guarden sus cámaras u objetos de valor y mejor cierren las ventanas, no nos responsabilizamos por objetos robados". Por dentro reí, por fuera no. No quise ser maleducada o insensible, pero la situación me resultó tragicómica. Frente a mí tenía el enorme parabrisas y una vista completamente privilegiada. Empezamos a subir y de hecho atravesamos un barrio popular. De los mismos que hay en Guayaquil y en el resto de ciudades latinoamericanas. Donde los niños juegan en medio de la calle a pesar de que los carros pasen rozándolos. Y es que aquí había una sola calle, estrecha, con baches, una sola vía.

Empezamos a subir la empinada loma y de repente en frente a nosotros, un mototaxi. Ninguno de los dos hizo luces, el mototaxi se hizo a un lado, metiéndose en un callejón dejando que el bus siga su ruta. Seguimos subiendo hasta dejar atrás este pequeño asentamiento. De repente solo oscuridad y seguía la estrecha vía. En vez de volverse dos vías o más ancha, parecía encogerse. Sin aviso previo (no sé porqué hubiera esperado un aviso solo que no me imaginé que pasaríamos por esa situación) el chofer giraba el volante para tomar una curva cerrada de un estrecho camino con un inmenso barranco sin ninguna baranda bordeando la vía. Sí, así, y la situación se repitió ni sé cuántas veces. La vista, maravillosa por supuesto. Cientos de miles de lucecitas debajo nuestro. Ahí abajo en ese abismo al que casi casi caíamos.

- ¿No le da miedo subir por este camino?, pregunto al conductor que tomaba una de las curvas con una sola mano.
- "No, llevo haciéndolo por diez años, claro que no me da miedo. Subo a veces hasta doce veces al día, lo mínimo es cinco", contesta como quien cuenta las veces que va al baño diariamente.

Río y lo felicito. Mi amiga, a mi lado, me apreta el brazo de cuando en vez. Los niños atrás gritan y se escuchan unos cuántos "¡ay!" entre los pasajeros.

Llegamos y el bus se parquea. Desde arriba la vista es alucinante. Se puede ver casi toda Lima. Como atracción turística hay una gigantesca cruz de luces que luce imponente frente a todos y que es vista desde la mayoría de los rincones de la ciudad. Una tienda de recuerdos, dos fotógrafos que ofrecen tomas al instante, una tienda de víveres donde compro dos chelas. Nada más ahí arriba. ¡Ah! Y silencio, por supuesto. Un agradable lugar para desconectarse de la ruidosa ciudad que sigue su rumbo ahí abajo, tan lejana pero a la vez tan cercana.

Ya no soy turista


¿En qué momento dejas de ser extranjera y te mimetizas con los demás habitantes de una ciudad ajena a la tuya? No creo que haya un patrón ni reglas fijas que determinen este paso entre preguntar dónde queda tal dirección en cada esquina, a saber qué combi (bus) debes coger para llegar a un huevo (muchos) lugares. Los paréntesis aquí también son claves porque aunque tres meses parezca poco tiempo para adoptar jerga local, no lo es. Si me paso escuchando palabras nuevas todo el tiempo y me gustan, las alquilo. Otro de los aspectos que te convierten en una más en una ciudad que no es tuya (ahora lo es en parte) es la inseguridad. Es una realidad triste que me hubiera gustado no mencionar pero creo que contribuye a la intención de este post.

Hace un mes, un sábado, me dirigía al cumpleaños de una amiga que vive al extremo de la cuidad. Para no ir sola, avancé al centro para encontrarme con otra amiga e ir juntas. Tomamos una combi en una calle bastante traficada y luego nos bajamos en una aún más traficada para tomar otra combi. Mi acompañante no sabía exactamente de qué lado de la gran avenida debíamos tomar el transporte entonces nos demoramos unos cinco minutos mientras ella intentaba recordar las indicaciones que la cumpleañera nos había dado para ir a su casa. Nuestra situación era: de pie en un paradero de bus, once de la noche, unas quince personas en el mismo sitio esperando, también, que pase un taxi o bus. De repente mi amiga mira a la izquierda y exclama ¡asuuu! (asumadre: hijueputa) y volteó y noto que se aproximaba una masa de hombres corriendo, a su lado dos camionetas de policía. Los carros que debían transitar por esa vía habían detenido su paso y una de las avenidas más traficadas de Lima se había convertido en una peatonal preferencial para esta estampida. "Es la barra brava", me dijo mi amiga. Y yo me quedé en las mismas.

No entendía nada. La situación empeoró porque noté que la gente a mi alrededor se aglomeraba entre ellos como queriendo protegerse. Otros también exclamaban palabras de miedo mientras observaban el paso de los hombres que intimidaban a los pocos que estabábamos ahí parados. Pregunté a mi amiga el contexto y, entre su miedo y nerviosismo, alcanzó a explicarme: las barras bravas de los dos equipos principales de Lima están conformadas por vándalos, siempre que salen del estadio rompen carros, roban carteras, son el temor de los presentes. Por eso los padres de familia han dejado de ir con sus hijos a ver los partidos de fútbol, por eso cada vez es más peligroso asistir a esos encuentros deportivos. Mi pregunta necia y absurda fue "pero si son bándalos por qué no están presos". Me explicó que siempre actúan en grupo, que hace un año y medio una decena se subió a una combi y una chica quiso bajarse y, sin más, la empujaron. La chica murió.

Pero ella y yo estábamos en la parada del bus. Esperando que la masa finalmente termine. Vi cómo un policía golpeó a uno de los fanáticos y lo empujó contra la pared con las manos en alto. Él tenía piedras en los bolsillos. Fueron las cosas que vi. Un grupo de la mancha también se cruzó en medio de quienes esperábamos nuestro tranposrte. Yo, mientras recitaba mantras, pensaba que lo peor que me podía pasar es que me roben y no sentía miedo. Tal vez porque no entendía tanto la situación o quizás porque al fin y al cabo estaba acompañada de mi amiga y de otras quince temerosas personas. La masa terminó de cruzar y nosotras tomamos el primer taxi que pasó. Mi amiga tuvo un dolor de cabeza que no le pasó sino después de una hora, estaba muy nerviosa y me pidió perdón varias veces por "hacerme pasar eso", yo en realidad no es que quise vivirlo, pero sinceramente no me importó (claro porque no llegó a mayores) porque sentí que viví lo que los limeños viven. Presencié los peligros a los que se enfrentan.

Presencié "otro peligro" también. Salía del diario con mi amigo fotógrafo, eran las 11 de la noche y a esa hora muchas veces es más seguro tomar combi que taxi, entonces avanzamos a Tacna, la avenida donde pasan todos los transportes. Ahí, parados esperando que llegue el nuestro, un jovencito apareció como un fantasma y asimismo se fue arranchándole a mi compañero una suerte de portacelular que colgaba transversalmente en su torso. Una delgada tirita sostenía ese bolsito, fue muy fácil de romper. Yo tenía en un hombro mi cartera en el otro mi lonchera. Fue un gran susto ahí sí. Nos fuimos en taxi al final.

Episodios. Unos más agradables que otros pero todos en el mismo recipiente: llenando de anécdotas cotidianas mis días limeños.

lunes, 11 de abril de 2011

Migración, aquí y allá

En Perú, en Ecuador y me imagino que en los demás países vecinos latinoaméricanos, la oficina de Migraciones es el lugar donde:

1. Se escucha hablar cinco idiomas diferentes
2. Ves gente con cara de preocupación
3. Ves buitres más conocidos como tramitadores que intentan ganarse la vida "agilitando" los trámites
4. Algunos permanencen sentados, se levantan dan un par de vueltas y se vuelven a sentar
5. Se entabla más de una amistad producto de la aburrida y larga espera
6. Unos pocos leen y pueden acabar un libro entero esperando su turno
7. El guardia sabe más información que el señor de la ventanilla
8. Los niños corren y dan vueltas alrededor de las filas de sillas
9. Pocos permanecen callados por horas y se entretienen observando fijamente al resto, desnunando a quien pasa
10. Una mujer grita nombres, nombres que todos esperan que sea el suyo
11. Gente revisa todos sus contactos del celular, borra los que no le sirven, agrega nuevos
12. Muchos fingen que hacen algo en el celular pero en realidad solo ven la pantalla, todo para evitar las miradas incómodas
13. Hay peleas y discusiones entre quienes hacen fila y quienes no la respetan
14. Se cruzan miradas. Miradas de complicidad, miradas de desconfianza.
15. Una periodista aprovecha para registrar su entorno.

sábado, 9 de abril de 2011

Un hindú en Lima

Su nombre es Dhananjay Patel pero para no complicarle la vida a los peruanos, pide que todos le llamen Jay. Llegó a Perú hace cinco años persiguiendo a un amor, su actual esposa. Se conocieron en India en 2001, ella -peruana- solía viajar muy a menudo al místico país oriental porque le encanta la cultura y todo lo que la India significa. Allá lo encontró a Jay, se enamoraron, pero ella tuvo que regresar. Los cuentos de hada no siempre aterrizan en el mundo que nosotros consideramos real. Luego de regresar a Lima ella viajó un par de veces para visitarlo hasta que finalmente en el 2006 Jay tomó la decisión: "Me vine a verla, para estar juntos, casarnos, y así fue".

Planeaba invertir en el mercado de la importación y exportación. En India, poseía un restaurante pero en Lima jamás se planteó continuar con ese negocio. Él no decidió, sin embargo, fueron sus conocidos y amigos que de favor en favor fueron encargándole platos de origen hindú porque quería probar la gastronomía de su país. Tal fue la acogida que formó un servicio de catering bajo pedido. "Lo hacía generalmente para grupos de extranjeros que venían a Lima y querían probar algo diferente", explica en su español mocho. Jay hable hindí e inglés, español también pero muy poco; desde que llegó no ha recibido clases porque afirma no tener tiempo suficiente. Elige, sin embargo, que la entrevista sea en español, "porque quiero practicarlo más". Si no es su atropellado castellano, es su fisionomía lo que lo delata como extranjero. Como "buen hindú" como diríamos los ecuatorianos, la piel de Jay es de esa pigmentación indefinida entre el caqui, amarillo y morado. Sus cejas parecen delineadas artificialmente y sus ojeras están ahí aún cuando ha dormido las horas suficientes.

En vista del éxito del catering a domicilio, decidió dar un salto más allá. En febrero del año pasado inauguró Mantra, el primer restaurante de comida hindú en Lima. El ambiente es un híbrido entre la decoración oriental y occidental. Él lo admite y dice que quiere pintar las paredes una naranja y otra roja, con un toque más hindú, pero su esposa se niega pues conoce al público peruano y afirma que no les gustará. Es por eso que a lo largo y ancho del local se puede encontrar figuras de Shiva, Shakti, Ganesh y en sus paredes están colgados un par de Batiks.

La música ambiental no es de la India propiamente dicha pero también alusiva a melodías orientales. La carta también revela esta fusión entre sus raíces y las de su esposa. El menú cuenta con opciones para carnívoros y vegetarianos. Jay ha sido vegetariano toda su vida por eso incluye una amplia variedad de platos para elegir. "Pongo cosas con carne porque los peruanos no pueden vivir sin la carne, me dicen qué horror estás loco, cómo no puedes comer carne", cuenta mientras su tosca expresión se suaviza con una agradable risa. Con o sin carne la característica presente en todos los platos, son los condimentos. Jay confiesa que entre 20 y 30 condimentos son condimentados en cada uno. El curry y cardamomo no faltan casi nunca; ambas son especias típicas de la India. La segunda, unan semilla cafecita con un dejo mentolado, es un ingrediente que no solo está en la comida salada sino es el toque especial de un exquisito helado con almendras y avellanas y, también, el secreto del Mantra Sour: un coctel que su apariencia es de pisco sour, pero su pisco ha sido macerado con esta particular semilla.

Otra novedad en el menú es el Lassie. Una bebida a base de yogurt, agua y alguna fruta. Esta vez fue mango. Al observar el flaco y largo vaso decorado con una cereza, creí que era un refresco o coctel que se lo tomaba solo, es decir sin la comida acompañándolo. Me equivoqué. Aunque es un poco dulce y no tan aguada, es la compañía de cualquier plato para los hindúes. La beben porque afirman que los ayuda a la digestión. "Mira, ese señor que acaba de llegar que es hindú, antes de elegir su plato principal, pidió lassies uno para su esposa e hijos". En efecto, el cliente bebió este brebaje antes y durante su almuerzo.

El hindí invade el menú. Todos los platos tienen un nombre en este idioma y junto a él, la traducción en español. El korma es lo que más piden, cuenta, ya sea de pollo, cordero o vegetales. La carta también tiene mariscos. Todas las carnes bien condimentadas. Mientras conversamos la familia hindú interrumpe, ya se va y quiere agradecerle a Jay por todo "estuvo riquísimo, como en nuestro país, realmente exquisito". El chef y dueño del local parece sonrojarse por dentro porque sus cachetes no delatan ningún signo de vergüenza, su sonrisa a medio hacer, en cambio, sí lo hace.

Todos las semanas Mantra recibe a clientes hindúes. Ya sea a través de Internet o de la Embajada de India en Lima, pero llegan. Y salen, salen fascinados porque encuentran en un país a más de 15 horas del suyo, comida exactamente igual a la que tanto extrañan.

Jay es un tipo sencillo que revela que el éxito de su restaurante no le quita el sueño. Al menos su ambición no la revela en su discurso. Confiesa que no creyó que el lugar tenga tanta acogida pero por supuesto le alegra que haya sido así. Es muy amable con sus clientes y empleados. Al bar tender lo deja experimentar con los tragos, ha sido él quien inventó el Mantra Sour y otros cocteles más. La armonía que Jay emana se siente también en su local. Creo yo que eso sucede cuando uno hace las cosas con dedicación sin esperar tanto a cambio, con pocas expectativas pero mucha entrega. Ese es Jay y así es su vida en Liam.

martes, 5 de abril de 2011

Gente que habla mucho pero hace poco

El periodismo político en Ecuador y Perú está concebido como un periodismo de declaraciones. Los periodistas persiguen a los presidentes, ministros, congresistas para escuchar y luego reproducir "lo que dijo". Creo que en vez de perder el tiempo repitiendo el discurso oficial de todos ellos, deberían de fiscalizar su trabajo, investigar si realmente está haciendo lo que dice. Así es como se descubren las buenas historias, no llenando páginas con resultados de encuestas y especulaciones de expertos que hablan porque es su trabajo pero que en el fondo saben que la política en estos dos países latinoamericanos es igual de impredecible que una mujer con la regla.

Vivir para servir



Christiane Ramseyer es la suiza a quien entrevisté hace dos meses, es una mujer demasiado adorable que tiene una fundación desde hace 30 años que ayuda a niños, madres y padres de familia de escasos recursos. Aquí su historia para los que quieran saber más:

Vivir para servir

Responsabilidad

Es un término un poco aburrido. Al menos yo lo relaciono con alguna etapa de la infancia en la que la palabra estaba acompañada de alguna actividad que no disfrutaba, como hacer deberes.

Ahora mi percepción frente a la palabra ha cambiado rotundamente, de hecho creo que es un aspecto que debería estar tan interiorizado que no debería existir toda esta corriente, muy de moda por cierto, llamada responsabilidad social. Digo que no debería existir porque es algo más que obvio, para mí; pero he notado que no es un compromiso que todas las personas asumen. Hasta ahora no he diferenciado entre profesiones porque creo que todas deben caracterizarse por ser responsables. Pero creo que el tema del periodismo es aún peor.

Confieso que al momento de decidirme por el periodismo jamás me imaginé en lo que me metía. Me gustaba la idea de ser ese puente entre los necesitados y los poderes, pero nunca consideré que yo también me podría convertir en un poder ni que el ejercicio de este oficio sería tan complejo. En esa complejidad entra el tema del ser responsable, nosotros los periodistas no estamos trabajando para nosotros mismos (el que lo hace debería reconsiderar su profesión) sino para el resto. Entonces, manejamos datos, información que va a afectar a los demás. Si no somos responsables con su manejo, ¿entonces qué?

Me aterra pensar que un gran porcentaje de periodistas no han profundizado en este tema no porque no lo sepan sino porque no les interesa o lo subestiman o peor aún les agrada la idea de tener el poder en sus manos. Creo que es necesario ser conscientes como periodistas todo lo que recae en nuestras manos al momento de escribir. Cada dato, cada detalle debe ser lo más apegado a la realidad, acordémonos que eso que escribimos no es para nosotros (este blog sí, tal vez sea egoísta) sino para un público mucho mayor. Gran parte del público confía en nosotros con los ojos cerrados; sé que cada vez menos pero aún existen los que no dudan de los medios. Lo que quisiera es que si esa duda surge y las personas tenga que confirmar cualquier información, esta sea lo más apegada a lo que se ha publicado.

¿Por qué escribo?

Me hice esa pregunta y de hecho la contesté en papel, en una de esas páginas de un cuaderno que ahora llevo siempre para anotar las ideas que surgen en los momentos menos inesperados. Miré atrás y recordé la razón principal por la que elegí la profesión. La razón que he repetido hasta el cansancio en este blog pero que aún así siempre me gusta recordarla para reafirmar que estoy en el camino que quiero y disfruto. Estoy ejerciendo el periodismo porque creo firmemente que es una herramienta que me permite llegar a las personas que más lo necesitan y una vez que llego,poder ser un puente entre ellas y el poder (de la naturaleza que sea). Ejercí ese tipo de periodismo casi un año, y lo amé. Pero ahora es distinto, desde esa experiencia ya no he podido cubrir ese tipo de temas. Los medios por lo general no los incluyen en las agendas, prefieren dedicar espacio a publicaciones más superfluas o sobre cualquier tema que venda.

Entonces cuando me hice esa pregunta y vi que hoy, y desde algún tiempo atrás, no escribo para ayudar -por decirlo de una forma- a los demás, me repregunté entonces porqué lo hago. La respuesta o las respuestas surgieron cuando recordé los últimos temas que he escrito en el último año; entre esos elegí los que más me habían gustado reportear y escribir entonces coincidió en que gran parte eran perfiles, entrevistas o historias de vida. De alguna manera hablaban de otra persona que, según mi criterio, son valiosas. Descubrí entonces que esa es otra de mis motivaciones en el periodismo: mostrar, resaltar, rescatar aquellas historias de quienes han llevado o llevan una vida al servicio de los demás. Claro, eso sí, en el proceso descubrí que no disfruto entrevistar a un empresario o alguien cuya motivación en la vida sea egoísta. No quiero generalizar ni decir que los hombres de negocios son todos egoístas pero en el fondo para mí quien dedique su vida a hacer una actividad que le guste pero que con el dinero que gana se lucre y "nada más", lo es.

Quiero recalcar que cuando digo una persona que dedica un servicio a los demás no me refiero únicamente a ayuda social si no que hay una serie de actividades que realiza el ser humano en las que transmite toda su pasión por lo que hace, y la comparte. Eso me parece, también, demasiado valioso.

Un sencillo ejemplo es un chico que conocí hace un par de días. Es un cuentacuentos. Tiene 35 años y hace 7 se dio cuenta que le apasionaba el tema de la narración oral. Sé que debería aprovechar este espacio para escribir una crónica sobre él y lo que viví, pero afortunadamente cuando propuse el tema en el diario lo aceptaron entonces pronto se publicará, ojalá me acuerde de postearlo. Este chico me contó cómo descubrió que a través de contar cuentos podía ayudar a los demás, que era terapéutico y podía aplicarse a públicos desde niños pequeños hasta viejitos.

Entre las anécdotas que me contó hubo una que me marcó más. Hace un par de años una ONG lo contrató para que trabaje con un pueblo de Chincha luego de que una zona del Perú había sido afectado por un terremoto. Él asistió durante un año todos los domingos. Brindó un taller a un grupo de niños y entre las actividades les pidió que escriban un cuento, una historia, la que ellos quieran, y un niño escribió algo así:

"Había una vez una rosa que estaba en el medio del desierto y se moría de sed. No había agua alrededor ni cómo conseguirla. Un buen día vio pasar a una nube y le pidió de la mejor manera que por favor llueva sobre ella, que tenía muchísima sed. La nube le respondió que ahora no que estaba ocupada y llegaba tarde a una reunión de nubes. Y se fue. Pasaron un par de horas y la nube recapacitó y regresó a darle agua a la rosa. Cuando regresó, la rosa estaba muerta".

José Antonio, el cuentacuentos, me comentó que el niño escribió esa historia inspirándose en su experiencia: había pasado ya más de una vez que cuando llegaban los camiones de ayuda con donaciones, los niños salían corriendo de sus casas con la expectativa, pero los camiones no paraban sino que seguían recto. Eso, de alguna manera, traumó al chiquillo que pudo, meses después desahogarse sobre su experiencia, a través de un cuento, gracias al chico que llegó hasta ahí y compartió momentos que permitieron que el niño confíe en él y comparta esa experiencia.

De esas historias de vida hablo, creo que podría escribirlas toda la vida. Creo que en cada esquina las hay pero también creo que el público al que le interesa conocerlas no es tan grande. Ojalá crezca, sino tendré que seguir escribiendo para mí y bueno para el que caiga en estas líneas.

Perdida

He dejado pasar demasiado tiempo desde mi último post. El tiempo siempre es la excusa y sigo creyendo que es una pésima excusa. De hecho he tenido tiempo libre sí pero también he escrito un diario con más detalles de los que puedo publicar acá. De todas formas sentí la necesidad de escribir un par de palabras en este espacio que es mío porque me oso en llenarlo con palabras a veces sin sentido, pero que también es de todos los que llegan por alguna razón extraña.

martes, 22 de febrero de 2011

Sospechosa

Entré a un centro comercial, Plaza San Miguel, semi al aire libre, los locales obviamente cerrados y acondicionados pero los balcones de los corredores sin techo (no soy arquitecta, difícil de explicar). Con mi libreta y pluma en mano empecé a anotar una serie de datos que necesitaba para un tema, mera observación, no pregunté nada ni interrumpí a alguien. Vi una tienda que tenía un nombre graciosa y como buena chola turista guayaquileña saqué mi cámara de bolsillo y tomé la foto; no terminaba de disparar la toma y un guardia -de los miles que había cerca- se me acerca y pregunta el motivo de la foto. Digo que es "para mí" mientras pensaba qué mierda le importa. Me explicó que por seguridad y políticas del centro comercial, debía pedir autorización, que si quería él me tomaba una foto, que eso sí estaba permitido. Fui comprensiva, guardé mi cámara y continué mi recorrido con la libreta. Fue interceptada, de nuevo, por otro guardia: Disculpe, ¿como para qué es eso que está escribiendo? tuve que decir la verdad aunque sentí que seguía siendo una invasión a mi privacidad, expliqué que era periodista y estaba ahí para hacer una observación, el tipo me respondió algo como: "si me imaginé, YA ME DIJERON que usted estaba anotando cosas por eso le estoy avisando que debe hablar con administración para hacerlo". Me reí y sin perder la paciencia, muy amable, le expliqué de lo que iba el tema y que no había quitado la tranquilidad de ninguna potencial consumidora, le agradecí y le dije que guardaría la libreta...no lo hice por orgullosa sino que no tenía mucho tiempo para ir hasta administración, pedir el permiso y las diligencias respectivas. Me pasé el resto del recorrido registrando mentalmente lo que observaba, no quedó de otra. De todas formas, a partir de mi diálogo con uno de los guardias, sentí -no me imaginé, fue cierto- que los guardias me miraban, esperando llamarme la atención de nuevo. Tragicómico.

Bella


Cuando quisieras que el trayecto de regreso a casa sea más largo, ruegas que los semáforos estén en verde y los carros pasen, pides que las veredas estén vacías...es cuando realmente estás metida en el libro que lees. Me pasó hoy. El recorrido en el Metropolitano duró como de costumbre, alrededor de 20 minutos. Tuve suerte de subirme 10 minutos antes de que el servicio se acabe (9:50pm) y encima encontré un asiento libre (muy raro a esa hora porque como es víspera de fin de servicio, se sube todo el mundo). Me senté y me sumergí en el mundo paralelo de la novela que estaba leyendo. No puedo decir que casi se me pasa la parada de mi casa porque como estoy en otra ciudad, sigo siendo extranjera con miedo a perderme a las 10 de la noche en un sitio cuasi desconocido, iba medio pendiente a partir de dos estaciones antes. Pero cuando me bajé, no me importó mucho la noche, ni la gente, ni la cartera que llevaba en el hombro y la funda en el codo...el libro iba sostenido por mis dos manos y mi mirada depositada en él. Caminé las (cerca de ) 10 cuadras hasta mi casa sin percatarme qué pasaba a mi alrededor, por suerte las calles son seguras y jamás sentí miedo al robo o inseguridad, mi miedo era tropezarme pero por alguna extraña razón el libro valió más la pena que el tropiezo.

La romántica escena me recordó a la Bella y la Bestia, cuando al comienzo, la protagonista camina por su pueblo con el libro en mano y no se inmuta de lo que pasa a su alrededor. Fui Bella por hoy.