Amanece así. Medio día así. De tarde así. El color indeciso invade el cielo de Lima. Inútilmente espero que salga el sol, como cuando amanece nublado en Guayaquil y en algún momento del día un par de rayos cortan en dos las nubes. Acá no. Ha llegado el invierno, me dicen. Es obvio, pienso. Caigo en cuenta que nunca he vivido periodos largos en un lugar con este clima. Así tan gris, porque no solo es el frío o la garúa casi imperceptible, es ese cielo que convierte al invierno en una estación que creo, no quiero que llegue.
"Me gusta Lima de esta forma", me confiesa una amiga de aquí. A mí no, pienso. Prefiero recordarla soleada y calurosa. Quiero quedarme con la idea de una Lima veraniega. Enero, febrero y marzo cuando las nubes no son admitidas en el profundo azul.
Me voy a tiempo de esta ciudad que de ser ajena pasó a ser muy cercana. Me voy con el recuerdo que he decidido elegir y que es contraria a la de los poetas, escritores y músicos que se inspiran en el eterno gris. Yo no. Para mí, Lima es soleada. Lima es linda.
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