Entre mis actividades pendientes en Lima estaba visitar el cerro San Cristóbal. Un cerro que para los guayaquileños es el equivalente al Santa Ana pero solo por el hecho de que se puede ver toda la ciudad desde la cima. A diferencia del guayaquileño, el cerro limeño:
- solo puede ser visitado llegando en en carro o algún transporte (quizás caminando pero te demorarías mucho)
- no tiene una zona turística como las casitas de colores que disfrazan la fachada del nuestro
- es mucho más alto
Para llegar hasta ahí una amiga y yo fuimos a una de las calles céntricas para tomar el transporte. Mis expectativas eran nulas y creo que por eso fue tan emocionante el viajecito. Llegamos con las justas, a las 8 en punto de la noche. El bus mediano ya estaba lleno pero el chofer nos señaló que en el puesto de copiloto había dos asientos. Nos sentamos. Pagamos cinco soles (ni siquiera son 2 dólares). El bus arrancó y la acartonada voz de una mujer empezó a narrar sin descanso las descripciones de cada uno de los edificios que teníamos a nuestro alrededor. Un híbrido entre historia de los libros "oficiales", leyendas y de seguro el toque de ella. La bulla de los pasajeros me impedía escucharla bien pero iba fascinada transitando por otras calles que nunca antes había visto.
Antes de llegar a las faldas del cerro todo transcurría con normalidad. Justo al llegar, la primera advertencia. "Por favor guarden sus cámaras u objetos de valor y mejor cierren las ventanas, no nos responsabilizamos por objetos robados". Por dentro reí, por fuera no. No quise ser maleducada o insensible, pero la situación me resultó tragicómica. Frente a mí tenía el enorme parabrisas y una vista completamente privilegiada. Empezamos a subir y de hecho atravesamos un barrio popular. De los mismos que hay en Guayaquil y en el resto de ciudades latinoamericanas. Donde los niños juegan en medio de la calle a pesar de que los carros pasen rozándolos. Y es que aquí había una sola calle, estrecha, con baches, una sola vía.
Empezamos a subir la empinada loma y de repente en frente a nosotros, un mototaxi. Ninguno de los dos hizo luces, el mototaxi se hizo a un lado, metiéndose en un callejón dejando que el bus siga su ruta. Seguimos subiendo hasta dejar atrás este pequeño asentamiento. De repente solo oscuridad y seguía la estrecha vía. En vez de volverse dos vías o más ancha, parecía encogerse. Sin aviso previo (no sé porqué hubiera esperado un aviso solo que no me imaginé que pasaríamos por esa situación) el chofer giraba el volante para tomar una curva cerrada de un estrecho camino con un inmenso barranco sin ninguna baranda bordeando la vía. Sí, así, y la situación se repitió ni sé cuántas veces. La vista, maravillosa por supuesto. Cientos de miles de lucecitas debajo nuestro. Ahí abajo en ese abismo al que casi casi caíamos.
- ¿No le da miedo subir por este camino?, pregunto al conductor que tomaba una de las curvas con una sola mano.
- "No, llevo haciéndolo por diez años, claro que no me da miedo. Subo a veces hasta doce veces al día, lo mínimo es cinco", contesta como quien cuenta las veces que va al baño diariamente.
Río y lo felicito. Mi amiga, a mi lado, me apreta el brazo de cuando en vez. Los niños atrás gritan y se escuchan unos cuántos "¡ay!" entre los pasajeros.
Llegamos y el bus se parquea. Desde arriba la vista es alucinante. Se puede ver casi toda Lima. Como atracción turística hay una gigantesca cruz de luces que luce imponente frente a todos y que es vista desde la mayoría de los rincones de la ciudad. Una tienda de recuerdos, dos fotógrafos que ofrecen tomas al instante, una tienda de víveres donde compro dos chelas. Nada más ahí arriba. ¡Ah! Y silencio, por supuesto. Un agradable lugar para desconectarse de la ruidosa ciudad que sigue su rumbo ahí abajo, tan lejana pero a la vez tan cercana.
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