Entrevistar a un personaje de Cartagena, "alguien que tenga algo que contar" fue la consigna del profesor. Elegí visitar la cárcel. Llevaba tres semanas en aquella ciudad y conocía menos de la décima parte de su territorio. Peor aún, sentía que conocía solo lo bonito, lo turístico, las postales.
Elegí ir a la cárcel; sabía que ahí encontraría más de una historia para contar. Al comienzo tenía planeado conversar con los guardias del lugar, me parece un trabajo interesante, creo que son personas que guardan muchas historias durante su vida. Pero los guardias de seguridad son OTRA historia.
Llegué al sitio, la cárcel de mujeres de Cartagena, y a diferencia de la única cárcel que conozco (la penitenciaría de hombres del litoral en Guayaquil) el ambiente se sentía muy relajado.
Hay 55 presas pero prefiero decirle mujeres privadas de su libertad porque ese término o reas me parece muy fuerte. No estoy escribiendo en ningún medio así que aquí me permito los eufemismos. Recorrí la estructura de cemento. Blanca.
Relativamente amplia. Unas cinco mesas plásticas esparcidas en el sitio. Unas 15 mujeres sentadas en sillas; unas conversando, otras tejiendo y otras simplemente mirando por la ventana. Ese lugar de descanso hace las veces de sala de estar, pero ahí no duermen. Detrás de él hay un corredor, ahí sí hay rejas...y diez celdas. Las mujeres duermen dividas de acuerdo a una organización un tanto arbitraria. Es decir la cantidad por celda no solo depende del tamaño de esta sino de la relación que tengan ellas. Al final de las celdas que están a los lados, hay dos más, de frente. En cada una habita solo una persona; ellas son las que han estado más tiempo en la penitenciaría y pidieron su espacio a solas.
El ambiente que se respira no es de tensión, es tranquilo, incluso un poco triste, por momentos de depresión. En mi recorrido por las instalaciones saludo a una de ellas. Sentada en una silla plástica tejía un gorro frente a una ventana por donde entraba mucha luz. Saludo pero no respondo; se para y yo le digo que no se preocupe y me voy. La incomodé y me sentí terrible. Invadí su espacio, su único espacio.
Tuve la oportunidad de conversar con una de las reas, Mercy, la que lleva más tiempo en la cárcel. Mientras hablábamos sacó una caja de madera pintada con varios colores, dentro de ella guardaba decenas de pares de aretes que ella y otras de sus compañeras habían confeccionado días atrás. Mientras arreglábamos los aretes comenzamos a conversar. No podía dejar de sentir compasión, cierta empatía con ella...sabía que mi razón de estar ahí era cumplir con una tarea pero cuando estás frente a alguien que sabes que solo recibe visitas los domingos y que lleva más de cuatro años dentro de un mismo sitio, es imposible que tu labor de periodista se limite a eso.
No sé porqué escribo estas líneas, tal vez sea para compartir cómo es aquel sitio o simplemente es un desahogo de cómo me sentí en ese momento. Valoré, una vez más, mi libertad. Pero no desde el punto de vista de "puedo hacer lo que quiero" sino literalmente poder movilizarme y no tener alguien o algo que me lo impida. Me dijo que un día se levantó de madrugada y vio el techo se viró y vio las paredes -las mismas de hace cuatro años- y al darse cuenta que no podía salir porque su reja estaba con candado, comenzó a gritar.
Me contó muchas cosas más, que en vez de contarlas en esta entrada, las pueden leer en esta: http://bit.ly/9TIazz. Hablamos durante tres horas. Le compré tres pares de aretes, al final ella me regaló un rosario creado por ella.
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