viernes, 10 de agosto de 2012

En el cielo

Un revoltillo insípido, dos tortillas de papa con una salsa roja que intenta ser de tomate, un pan duro (muy duro), un café instantáneo. Lo más llamativo en mi bandeja es una mermelada hiperpersonal de durazno. Son las 10:00 y el desayuno que la azafata me sirve sabe bien. Quizás si no hubiese ayunado desde las 14:00 del día anterior no fuese tan generosa con la calificación o no me hubiese comido hasta las migajas del intento de pan. Pero como dirían en Guayaquil, todo “se deja comer”. Estoy en el cielo de algún lugar entre Guayaquil y Santiago de Chile. Más cerca de mi ciudad porque salimos recién hace unos treinta minutos, más o menos. Cuando estás agotada y tienes sueño te pierdes en el tiempo. Literalmente las horas cambian, en Santiago una más, en Buenos Aires dos. Mucho tiempo despierta. 4:30 alarma y enseguida duchazo. 5:30 preembarque. 7:20 despegue desde Quito. 8:00 aterrice en Guayaquil. Los 35 minutos entre la capital y mi ciudad no los recuerdo, el sueño fue tan intenso que no sentí el aterrizaje, el aterrizaje que suele ser tan brusco que deberían inventarse otra palabra para ese tipo de descenso. Los 35 minutos me acomodo chueca en mi asiento, ventana por supuesto. A mi lado no hay compañeros de vuelo pero el cansancio me vence y me apoyo en mi otra compañera: la ventana. Ya en Guayaquil los asientos, del vuelo casi vacío que acaba de terminar, se empiezan a llenar. Pero no los de mi lado. Se cierra la puerta, entran todos los pasajeros y yo… yo tengo una fila de tres asientos para mí sola. Tres almohadas, tres colchas, tres sillas. Al comienzo no quiero abusar del espacio. Me siento culpable que a mi lado o detrás las personas van sentadas en una sola silla. Pero duermo y disfruto hasta llegar a la ciudad de la furia.

lunes, 6 de agosto de 2012

Vegetarianismo for rookies

Buenos Aires Hace un año y diez meses dejé de comer todo tipo de carne animal (res, pollo, cordero, chancho, mariscos…). En ese lapso pude visitar Buenos Aires dos veces. En este segundo viaje me di cuenta que hay una serie de temas que hay que tomar en cuenta para no salir corriendo o frustrado de la ciudad donde el filete de carne es adorado como un primogénito. 1. El rechazo. Nuestros vecinos del sur están convencidos que la carne es su mejor recurso. Según mis amigos lo es pero nunca pude comprobarlo, cuando llegué por primera vez a Buenos Aires ya había tomado la decisión del vegetarianismo. Entonces, cada vez que preguntaba las opciones sin carne en la carta, las respuestas eran similares: ¿Cómo sin carne? Qué… ¿no comés carne? ¿Qué sos vegetariana? (Léase con tono porteño –gritón y con aires de insulto-) Tras mi respuesta afirmativa algunos se tragaban el orgullo y me mostraban las opciones sin vaca; otros, pocos, no les daba pereza comentar o mirarme bajo el hombro como demente. Si vas a una ciudad carnívora por excelencia, debes aguantar una reacción poco amigable de quienes la habitan cuando confiesas que eres vegetariana. Ser vegetariana es casi un insulto para los argentinos. 2. El filete. Aunque se crean expertos en el tema parecería que creen que comer carnes se limita al filete de carne roja. Más de una vez que dije que era vegetariana que me ofrezcan opciones, las respuestas eran algo como…:”Tenemos jamones, salamis también; si quieres te preparamos algo con camarón; hay una ensalada de pollo muy rica”. No señores, el ser vegetariano implica no comer ningún tipo de carne, no solo la de vaca y en filete. 3. Los spots. Aunque en el menú de estos sitios la carne figura entre las opciones, pude comprobar que hay una serie de restaurantes informales que le apuestan a la comida light-sana-orgánica (en estos tiempos todo es lo mismo) y ofrecen platos vegetarianos muy muy buenos. Visité y recomiendo mucho Natural Deli en Recoleta y Origen en San Telmo. Para un vegetariano siempre es más confiable ir a un lugar que se venda como –natural, vegetariano, o algún nombre que aluda a comida sana- porque hay opciones como un wrap de hummus, con berenjena, queso de cabra y semillas de girasol y no te engañan con un arroz con vegetales (típica opción que incluyen en los menús tradicionales para cumplir con la cuota de los freaks vegetarianos que se sientan en esos restaurantes). Intenta evitar las opciones vegetarianos en los lugares no-vegetarianos. 4. Pan y vino. Esto parecería un extremo pero pasa. Una noche salimos un grupo de 20 personas a comer, los había conocido a todos esa noche y democráticamente (petición de la mayoría, yo ni opiné) ganó un sitio especializado en carnes. Las dos horas y media que estuvimos ahí, mientras todos compartieron una picada de carnes de diversos cortes, salchicha, morcilla, salami, etc. yo tomaba vino y comía pan con las salsitas que por lo menos eran variadas y buenas. Cuando se presenta una situación con personas de poca confianza, toca llenarse de pan y vino. 5. Carne 24/7. Durante cinco días que duró una actividad donde el almuerzo estaba incluido, una compañera también vegetariana y yo tuvimos siempre un menú diferente. Es obvio (pero en realidad no debería de serlo), existen cantidades de platos que no incluyen carne de ningún tipo. Existen pero casi no se preparan, al menos no acá. Si comen algún tipo de carne todos los días, ¿cuánta consumir al año? 6. Bendito sea el postre. Si vas a un sitio y no hay absolutamente nada qué elegir en la carta que no contenga un mínimo de ‘cadáver de animal’, el dulce siempre es una excelente alternativa. Por suerte en la repostería los argentinos sí se mueven un poco más; con el dulce de leche y los alfajores los vegetarianos estamos del otro lado. 7. Pasta en exceso. Como no puedes comer carne el plan B siempre será ravioles, spaguettis, gnoquis, canelones, etc. si te pasas comiendo solo pastas es evidente que engordarás. En Buenos Aires es muy fácil caer en eso porque más allá de las carnes parecería que su gama gastronómica es muy limitada y los carbohidratos son su backup.

domingo, 15 de julio de 2012

Nada

"¿Qué piensas?", me preguntó. Y cerca de diez ideas se peleaban en mi mente por ocupar el lugar principal. Todas querían ganar y la confusión aumentaba. Silencio. Miradas fijas. Miradas evasivas. No volvió a preguntar. Supongo que entendió que no quería hablar. Mientras más tiempo pasaba más ideas llegaban a mi mente. Pero al mismo tiempo sentía que se iban colando, una a una, hasta que las más importantes aplastaban a las irrelevantes. Todo esto sin querer. Sin querer tener que buscar una respuesta a esa estúpida pregunta, tan corta pero tan cargada de miedo. Miedo a ver qué pienso. Los pensamientos hacían de la suya en mi cabeza mientras que un agujero del tamaño de un anillo se iba abriendo en el medio del pecho. Ardor, dolor, malestar. Una sensación desagradable parecida a la tristeza. Inevitable, pensé. Ya no hay cómo pedirle a esa otra parte de mí que no sienta. No pensar es quizás más fácil pero no sentir es imposible. "Inseguridad", respondí después de minutos que parecieron horas. Y sentí ese amargo en mi saliva. Sentí que debía llorar, o quería. No lo hice. El sentimiento duró poco y ganó la razón. Quizás. Ganó la comunicación mas bien. Y hablé, hablé hasta sentir que mis palabras ya no tenían sentido. El miedo o la tristeza me impidieron pensar y hablar con claridad. Pero elegí hablar a llorar. Cobarde sí. Dejé de hablar para cerrar los ojos y pensar. Volver a pensar. Piensas demasiado me repetí a mí misma. Ya ahora nada importa. Lo que crees que es de una forma ya no es. Y duele. Duele tener que fingir que no importa o al menos que no importanta tanto. Pero finges porque eliges eso. Cobarde. Pienso y siento y es una explosión que no sé cuánto más resista. Quiero que se vaya, que no pregunte de nuevo, que nunca haya preguntado eso, que entienda cómo me siento sin decírselo. Quiero muchas cosas pero lo que más quiero ahora es no pensar.

domingo, 1 de enero de 2012

Un funeral

El tema era serio. Un grupo de funerarias del país se quejan que desde que el Ministerio de Inclusión Económica y Social incluyó los servicios exequiales para los beneficiarios del Bono de Desarrollo Humano, ellos pierden plata.

Una hora de conversación con tres dueños de funerarias. Entre ellos se interrumpían para explicar mejor la situación. Yo escuchaba paciente. Ellos no dejaban de agregar detalles al asunto. Total seriedad.

Apago mi grabadora, cierro la libreta, me levanto y extiendo la mano. "Espérese que pedí al vecino que nos haga unos juguitos". Entra el dueño de "la fuente de soda" de un sector del sur de Quito, con una bandeja y tres ¿batidos? king-size. Para mí, para el fotógrafo, para el chofer. Mientras tomamos la bebida de cortesía la seriedad se empieza a desbaratar.

"Si supiera niña todo lo que yo veo en los funerales", comienza Pablo. Sus manos regordetas con resto de goma acompañan sus gestos caricaturescos. Y continúa: "Hace poco fui a entregar los servicios a una familia bien humilde en el campo. Un señor se había muerto y su esposa no dejaba de sollozar. Lloraba y lloraba arrodillada frente al ataúd, no había quién la consuele". Pablo imita el llanto de la señora que describe como indígena, de campo, humilde, pequeña, muy triste. Él ríe mientras imita el llanto pero su actuación es tal que sus dos amigos funerarios, el chofer y el fotógrafo se ahogan en risas. Yo sonrío para no ser descortés pero no comparto la desgracia de la señora.

"Espere señorita" me dice al ver que no me río. "Es que la historia termina...ya va a ver"...Me cuenta que la señora lloraba y lloraba y entre lágrimas ni se le entendía lo que quería decir, solo al final dijo que nunca se iba a olvidar las últimas palabras de su marido antes de morir..."no mueves el andamio, sosténlo bien india bruta". Las risas vuelven a invadir el pequeño cuarto rodeado de ataúdes, y Pablo continúa diciéndome que esa es solo una de sus historias, que tiene miles...

La otra vez fue a un funeral pelucón, dice, la viuda tenía unas gafas que parecían para soldar, de esas grandotas, apenas dos lágrimas derramó durante la hora y media de ceremonia, dos lágrimas que secó con un minúsculo pañuelo que sacó de su minúscula cartera. Mientras cuenta, Pablo actúa la escena. De nuevo los cinco hombres que escuchan la historia se mofan de la tragedia.

Yo sonrío, insisto, me cuesta burlarme de eso. Pero Pablo me mira y me dice "Señorita, este es mi trabajo, si no me río de estas cosas, ¿entonces cómo me divierto?"

Recordatorio

Primer día del año. Aunque parezcan clichés las reflexiones son inevitables. Como este es un espacio que intento dedicarlo, más que nada, a mi profesión/oficio/pasión... escribiré un par de líneas que surgen de mi mente y corazón. Sí, corazón porque al conectarme con mi trabajo no solo lo hago de manera intelectual sino trasciende a un plano sentimental, sin llegar a ser cursi ni exagerado.

Mi reflexión sobre el periodismo este primero de enero, apunta al porqué a pesar de todas las críticas de terceros, decepciones de los mismos periodistas y demás "peros" de la profesión, para mí sigue siendo mi oficio predilecto.

No es solo un oficio sino que es una misión. Es un servicio. No es un trabajo para lucrarse, es ingenuo quién todavía piensa que serán millonarios con esta profesión. Es un trabajo para servir a los demás, hecho mediante la ayuda de los otros y para ellos. En lo que a mí respecta, es un trabajo compasivo en el que necesariamente debe haber una suerte de entrega, porque sí, es un trabajo sacrificado.

¿Qué ganamos nosotros? Se preguntarán algunos periodistas. El Dalai Lama tiene una reflexión sencilla, clara pero desbordante de sabiduría: dice que cuando somos compasivos, nos preocupamos por los demás de una manera genuina, no solo gana el que está siendo ayudado por nosotros, ganamos nosotros porque esa sensación de dar y de compartir nos produce satisfacción, amor. Es una reacción automática que puede pasar hasta desapercibida pero que si la examinamos en nuestro interior es muy poderosa y agradable.

A los periodistas los invito a revisar sus motivaciones por las que siguen practicando el oficio. A los que no ejercen esta profesión los invito a revisar, también, las razones por las que hacen lo que hacen...¿les gusta? o simplemente es costumbre, necesidad, evasión...

Este primer día del año debo confesar que me siento más que feliz de que mi trabajo me produce alegría no solo porque puedo ayudar y servir a los demás sino porque no dejo de aprender y conocer.