Mil veces me han planteado: "¿Qué harías si estuvieras cubriendo un terremoto y tienes que elegir entre ayudar a una persona a salvarse o reportar lo que está sucediendo a tu medio?". He tenido varios consejos por parte de profesionales, de profesores de la universidad y de colegas. Todos varían, hay quienes cumplirían con su labor periodística sin dudarlo mientras que hay otros que lo dudarían y por supuesto aquellos que no tolerarían no ayudarían y tenderían su mano.
Yo elegiría la última opción, sin duda. No me ha pasado todavía algo parecido pero las veces que he podido hacer "algo más" que periodismo, lo he hecho. El año pasado hubo un incendio en la Isla Trinitaria, un sector en la periferia de Guayaquil donde habitan miles de familias de escasísimos recursos. Cuando llegué al sitio noté que decenas de personas se movilizaban de un lado a otro. Doce horas antes se habían quemado alrededor de 30 casas dejando sin hogar a cientos de personas, no puedo recordar la cifra exacta pero lo que sí recuerdo es que en esos estrechos espacios de caña habitan entre 4 y 8 personas entre padres hijos abuelos y tíos.
Las personas caminaban en busca de ayuda ya que varias organizaciones gubernamentales, no gubernamentales y delegados del municipio, acudieron a asistirlos. Entregando sus datos para anotarse en la lista de posibles beneficiarios de nuevas casas, pidiendo las fundas de víveres que algunas instituciones habían preparado o empujándose para obtener un tarro de leche que otra empresa llevó a regalar. Esa escena se repetía en varios puntos de la zona donde las casas vecinas que se salvaron del fuego estaban todas con sus puertas y ventanas abiertas, sus habitantes en las polvosas calles y algunos intentando cazar algo haciéndose pasar por afectados del incendio.
Observé durante varios minutos, no llegó a ser una hora porque aproveché el tiempo entrevistando a varios afectados quienes me narraron sus historias de cómo habían vivido el incendio. Vi cómo una delegada de una institución entregaba un vaso de leche y un guineo a cada niño que se encontraba en un refugio y vi, también, como la madre obsersaba el alimento con "ojos de hambre", me confesó que no había comido hace 24 horas. Como ella había decenas de mujeres, madres de familia con mínimo tres hijos, no me atrevo a decir el máximo porque me arriesgaría pero eran cantidades que me despertaban la duda de cómo se puede vivir en extrema pobreza con casi una decena de hijos que mantener.
La frustración, pena y compasión me acompañaron durante esa cobertura. Quería hacer algo más, ir más allá del artículo que iba a publicarse en el medio. Quería quedarme y ayudar a repartir las cosas que habían traído varias empresas. Quería hacer muchas cosas además de escribir.
Cuando llegué a la redacción me senté a escribir todo lo que me había impactado. Elegí las tres historias que cabían en el estrecho espacio que me habían asignado para el texto, y escribí.
Al terminar, envié un mail a mis compañeros de trabajo, a mis amigos cercanos a los no tan cercanos, a cualquier persona que creía que podría ayudarme. Les pedí que revisen sus closets y hagan fundas de lo que "ya no quieren" y de lo que quisieran regalar. Les expliqué la situación y les indiqué que yo podría recoger las fundas. Reuní una cantidad considerable y la semana siguiente hice una pausa en el trabajo y llevé las fundas a uno de los refugios donde pude observar la entrega de la ropa. Las encargadas intentaban mantener orden pero se creó cierto desorden porque muchas y muchos querían la misma prenda. Con peleas o sin peleas entre ellos, la escena me alegró el día, no me llenó porque hubiera querido hacer más por ellos, no sé qué pero algo. Espero que si se me presenta una situación similar, las circunstancias me permitan repetir esta acción y hacerlo aún mejor.
Anécdotas, vivencias, pensamientos, ideas, opiniones, locuras, reflexiones, conclusiones y demás (inpublicables en medios oficiales) de una periodista
viernes, 17 de septiembre de 2010
Crudo pero cierto
Han pasado varios meses, tal vez ya un año desde esta experiencia por eso los detalles creo que no serán igual de claros como si los hubiera escrito en ese momento.
Visité la Penitenciaría del Litoral, comunmente llamada la cárcel de hombres de Guayaquil. Fui porque supe que en un pabellón un empleado de la cárcel -que había comenzado como supervisor- había implementado una serie de talleres para capacitar a los reos en Derechos Humanos. Me encontré con el señor en el exterior del lugar, pero como se demoró en llegar tuve tiempo para observar mi alrededor. La cárcel está ubicada en plena Vía Perimetral, donde priman los buses y camiones y todos los autos creen que es una pista de carrera por las altas velocidades a las que conducen sus choferes. Entre la carretera y las rejas el espacio es mediano, suficiente para que afuera de las rejas y a lo largo de la pared que cubre la Penitenciaría, se forme una fila de unas cincuenta mujeres.
Eran las esposas, novias, mamás, tías o "algo" de los presos. Algunas con algún paquete en sus manos, otras soteniendo a bebés o tomando de la mano a niños pequeños. Era el día de visita y sus rostros de ansiedad revelaban la impaciencia de esperar ese momento de encuentro. En la entrada un chequeo obligatorio: revisar qué lleva en las manos y tantear si lleva algo prohibido en la ropa.
Cuando llegó el entrevistado, cruzamos la puerta donde observé de cerca estas precauciones que toman los guardias con las visitas. Como era la época que la gripe porcina estaba en auge, me tomaron la temperatura y con una paleta en mi lengua el doctor verificó que estaba sana y me dejó pasar. Luego de esa garita caminé por unos cinco minutos hasta llegar al edificio que por fuera parecía de una estructura sencilla pero al entrar noté que estaba dividido de una manera extraña, por pabellones.
Era mi primera vez en la cárcel, había oído a colegas contar sobre la organización interna. Que existen muchas mafias, que cada pabellón se diferencia muchísimo de otro porque depende de cómo se lleven los prisioneros de cada uno. Que no hay uniformidad sino desorden. Varios rumores que confirmé pero un aspecto que jamás había consultado y que de hecho jamás había considerado era sobre las celdas. Yo creía que ellos estaban tras las rejas todo el tiempo o al menos había más control sobre aquello. Me equivoqué.
Cuando me di cuenta que la entrada -como lobby- del edificio había terminado, divisé un gran corredor enfrente mío. Un poco oscuro porque la luz solo entraba a través de unas ventanas pequeñas y unas puertas que aparecían a los lados cada 200 metros. Entré y noté que habían muchos hombres a lo largo del corredor, unos parados, otros sentados, solos, en compañía, riendo, fumando...algunos me miraban fijamente, otros sonreían. Yo caminaba en medio del entrevistado -un tipo bajito (de no más de 1,65 metros), regordete, tez canela, con lentes, vestido de terno- y el fotógrafo que me acompañaba -metro ochenta y pico quizás, de aspecto fuerte-. De cualquier forma me sentía segura, no por ellos, aunque estoy segura que jamás podría haber atravesado ese corredor sola, pero por dentro estaba convencida que nada me iba a pasar solo que no pude ocultar mi sorpresa al notar que todos los que me rodeaban eran presos que quién sabe porqué pero estaban ahí como si nadie los estuviera controlando.
La caminata por ese pasillo se hizo eterna. Los olores me mareaban: orine, basura, caca, marihuana, fritada, grajo. Mientras avanzaba los iba distinguiendo y me sorprendió como en un espacio no tan extenso puedan pasar tantas cosas. Finalmente entramos por una de las puertas laterales. El entrevistado me explicó que era el pabellón donde el instruía a los reos en DDHH. El ambiente allí cambio, el olor mejoró y hasta entraba más luz.
Luego de entrevistar al señor, me presentó a un par de miembros de ese pabellón. Uno de ellos se empeñó en contarme su historia. Era actor de teatro y me confesó que habúa actuado con Osvaldo Segura, algo que por la forma en que lo contó, lo enorgullecía mucho. Había llegado ahí por mula, pero no era la primera vez que lo hacía, de hecho me juró que nunca se hubiera imaginado que lo iban a atrapar. Narró una historia que, al salir de ahí mientras regresaba a la revista, me pareció muy exagerada para ser real. Vivía en España, luego de algunos viajes como mula había logrado acentarse en Madrid donde tenia un piso, incluso un carro y -según él- gozaba de un digno nivel de vida. Fue inevitable sentirme extraña, la empatía floreció en mí como en miles de casos. Pero hubo un momento que me marcó más y fue cuando me confesó que él lo volvería a hacer, que ahora conocía en qué había fallado y que ahora sí no lo iban a coger jamás. Sentí frustración e intenté explicarle que estaba equivocado, me escuchó y entre las cosas que me respondió fue que llevaba ya mucho tiempo ahí y que quizás estaba enloqueciendo pero que en realidad daría lo que sea por salir y si lo lograba jamás quisiera regresar. Sentimientos encontrados, en él quien estaba más confundido que yo.
Fue una tarde muy intensa, extraña. Además de él, conversé con otros más quienes compartieron anécdotas de sus vidas. Eran las 11h45 y el dirigente me ofreció comida y a pesar de que me negué agradeciendo, a los 10 minutos me sirvieron en un plato plástico, una montaña de arroz blanco junto con una ensalada de lechuga atún y cebolla. Con cuchara por supuesto y una servilleta improvisada al momento en base al papel higiénico. Comí sin hambre pero con educación. Agradecí la atención y el tiempo de todos y me marché.
Al regreso en el carro un desorden de sentimientos invadieron mi cabeza y corazón. No se publicó el artículo, no era un tema que encajaba en alguna sección. En estas líneas no he contado nada sobre el enfoque del reportaje en sí, quizás porque realmente de lo que me hubiera gustado escribir era sobre las historias de los reos no sobre un curso que ocupaba una fracción de su día y que a pesar de que los distraía a la larga no "cambiaba su vida" como afirmó en algún momento mi entrevista. Crudo, triste pero cierto.
Visité la Penitenciaría del Litoral, comunmente llamada la cárcel de hombres de Guayaquil. Fui porque supe que en un pabellón un empleado de la cárcel -que había comenzado como supervisor- había implementado una serie de talleres para capacitar a los reos en Derechos Humanos. Me encontré con el señor en el exterior del lugar, pero como se demoró en llegar tuve tiempo para observar mi alrededor. La cárcel está ubicada en plena Vía Perimetral, donde priman los buses y camiones y todos los autos creen que es una pista de carrera por las altas velocidades a las que conducen sus choferes. Entre la carretera y las rejas el espacio es mediano, suficiente para que afuera de las rejas y a lo largo de la pared que cubre la Penitenciaría, se forme una fila de unas cincuenta mujeres.
Eran las esposas, novias, mamás, tías o "algo" de los presos. Algunas con algún paquete en sus manos, otras soteniendo a bebés o tomando de la mano a niños pequeños. Era el día de visita y sus rostros de ansiedad revelaban la impaciencia de esperar ese momento de encuentro. En la entrada un chequeo obligatorio: revisar qué lleva en las manos y tantear si lleva algo prohibido en la ropa.
Cuando llegó el entrevistado, cruzamos la puerta donde observé de cerca estas precauciones que toman los guardias con las visitas. Como era la época que la gripe porcina estaba en auge, me tomaron la temperatura y con una paleta en mi lengua el doctor verificó que estaba sana y me dejó pasar. Luego de esa garita caminé por unos cinco minutos hasta llegar al edificio que por fuera parecía de una estructura sencilla pero al entrar noté que estaba dividido de una manera extraña, por pabellones.
Era mi primera vez en la cárcel, había oído a colegas contar sobre la organización interna. Que existen muchas mafias, que cada pabellón se diferencia muchísimo de otro porque depende de cómo se lleven los prisioneros de cada uno. Que no hay uniformidad sino desorden. Varios rumores que confirmé pero un aspecto que jamás había consultado y que de hecho jamás había considerado era sobre las celdas. Yo creía que ellos estaban tras las rejas todo el tiempo o al menos había más control sobre aquello. Me equivoqué.
Cuando me di cuenta que la entrada -como lobby- del edificio había terminado, divisé un gran corredor enfrente mío. Un poco oscuro porque la luz solo entraba a través de unas ventanas pequeñas y unas puertas que aparecían a los lados cada 200 metros. Entré y noté que habían muchos hombres a lo largo del corredor, unos parados, otros sentados, solos, en compañía, riendo, fumando...algunos me miraban fijamente, otros sonreían. Yo caminaba en medio del entrevistado -un tipo bajito (de no más de 1,65 metros), regordete, tez canela, con lentes, vestido de terno- y el fotógrafo que me acompañaba -metro ochenta y pico quizás, de aspecto fuerte-. De cualquier forma me sentía segura, no por ellos, aunque estoy segura que jamás podría haber atravesado ese corredor sola, pero por dentro estaba convencida que nada me iba a pasar solo que no pude ocultar mi sorpresa al notar que todos los que me rodeaban eran presos que quién sabe porqué pero estaban ahí como si nadie los estuviera controlando.
La caminata por ese pasillo se hizo eterna. Los olores me mareaban: orine, basura, caca, marihuana, fritada, grajo. Mientras avanzaba los iba distinguiendo y me sorprendió como en un espacio no tan extenso puedan pasar tantas cosas. Finalmente entramos por una de las puertas laterales. El entrevistado me explicó que era el pabellón donde el instruía a los reos en DDHH. El ambiente allí cambio, el olor mejoró y hasta entraba más luz.
Luego de entrevistar al señor, me presentó a un par de miembros de ese pabellón. Uno de ellos se empeñó en contarme su historia. Era actor de teatro y me confesó que habúa actuado con Osvaldo Segura, algo que por la forma en que lo contó, lo enorgullecía mucho. Había llegado ahí por mula, pero no era la primera vez que lo hacía, de hecho me juró que nunca se hubiera imaginado que lo iban a atrapar. Narró una historia que, al salir de ahí mientras regresaba a la revista, me pareció muy exagerada para ser real. Vivía en España, luego de algunos viajes como mula había logrado acentarse en Madrid donde tenia un piso, incluso un carro y -según él- gozaba de un digno nivel de vida. Fue inevitable sentirme extraña, la empatía floreció en mí como en miles de casos. Pero hubo un momento que me marcó más y fue cuando me confesó que él lo volvería a hacer, que ahora conocía en qué había fallado y que ahora sí no lo iban a coger jamás. Sentí frustración e intenté explicarle que estaba equivocado, me escuchó y entre las cosas que me respondió fue que llevaba ya mucho tiempo ahí y que quizás estaba enloqueciendo pero que en realidad daría lo que sea por salir y si lo lograba jamás quisiera regresar. Sentimientos encontrados, en él quien estaba más confundido que yo.
Fue una tarde muy intensa, extraña. Además de él, conversé con otros más quienes compartieron anécdotas de sus vidas. Eran las 11h45 y el dirigente me ofreció comida y a pesar de que me negué agradeciendo, a los 10 minutos me sirvieron en un plato plástico, una montaña de arroz blanco junto con una ensalada de lechuga atún y cebolla. Con cuchara por supuesto y una servilleta improvisada al momento en base al papel higiénico. Comí sin hambre pero con educación. Agradecí la atención y el tiempo de todos y me marché.
Al regreso en el carro un desorden de sentimientos invadieron mi cabeza y corazón. No se publicó el artículo, no era un tema que encajaba en alguna sección. En estas líneas no he contado nada sobre el enfoque del reportaje en sí, quizás porque realmente de lo que me hubiera gustado escribir era sobre las historias de los reos no sobre un curso que ocupaba una fracción de su día y que a pesar de que los distraía a la larga no "cambiaba su vida" como afirmó en algún momento mi entrevista. Crudo, triste pero cierto.
Practicar lo que predicas
La frase es tan trillada pero a la vez tan útil para un sinnúmero de situaciones, como la de hoy. Tuve que matricular el carro, era la segunda vez en la semana que iba a la Comisión de Tránsito, hace tres días me dijeron que en 48 horas habilitaban "ni se qué cosa" que regrese el viernes. En ese interín me topé con un conocido, que hace unos seis años fue mi amigo; me saludó y me preguntó qué trámite hacía, si me podía ayudar y le repetí lo que la chica del mostrador me indicó. Él revisó mi comprobante de pago de matrículo y me confirmó que de hecho, debía regresar en dos días.
Lo hice: llegué y tomé mi ticket: D35. Me senté donde me indicaron y en la pantalla decía C91. En otras instituciones públicas, como se realizan tantos trámites por lo general las letras antes de los números indican el tipo de trámite. Cuando miré mi ticket y lo comparé con la pantalla pedí que así también sea ahí, que la teoría de C y después D sea falsa porque si no, faltaban 44 turnos. Pero me equivoqué.
Esperé dos horas con diez minutos (lo sé porque revisé un mensaje de texto que había mandando contando que tendría una larga espera). Por fortuna fui precavida, tenía en mi cartera Purgatorio de Tomás Eloy Martínez. Me sumergí en el libro y las horas no fueron para nada pesadas. Cuando finalmente vi mi número brillar en el letrero me acerqué al cubículo. Una señora me atendió amable pero se demoró en entregarme los papeles porque la impresora no servía.
Mientras tanto apareció mi amigo, conocido que trabaja ahí y me sonrío diciendo: "¿Por qué no me dijiste que estabas aquí para ayudarte? ¿Llevas mucho tiempo esperando? Me hubieras avisado". Le devolví el gesto y contesté: "No te preocupes, hice lo que debía hacer, esperé como se debe; aparte traje un libro. Gracias". El chico se río y no sé qué debe haber pensado; quizás que soy una loca porque prefiero hacer la fila en vez de hacer un trámite largo o tal vez que soy una malagradecida que rechazo su amabilidad. Sea lo que haya pensado me sentí tranquila, al igual que cuando saqué mi licencia, mi pasaporte y mi última cédula; todo como "debería de ser". Suelo quejarme y lamentarme por la corrupción que inunda hasta los más pequeños rincones del país entonces creo que para que mi queja sea válida debo -y lo hago con gusto- defender mi postura no solo con palabras sino con mis actos.
Me pregunto qué pasaría si los ecuatorianos, al menos los guayaquileños o por últimos las personas cercanas a mí, hicieran todos sus trámites "por la derecha" como algunos dicen...Creo que todo resultaría mejor, hasta más ágil tal vez. Si ellos no eligen lo que yo, entonces les exijo que no se quejen de la corrupción "del país" porque el país son ellos y ellos están siendo corruptos y encima osados.
Lo hice: llegué y tomé mi ticket: D35. Me senté donde me indicaron y en la pantalla decía C91. En otras instituciones públicas, como se realizan tantos trámites por lo general las letras antes de los números indican el tipo de trámite. Cuando miré mi ticket y lo comparé con la pantalla pedí que así también sea ahí, que la teoría de C y después D sea falsa porque si no, faltaban 44 turnos. Pero me equivoqué.
Esperé dos horas con diez minutos (lo sé porque revisé un mensaje de texto que había mandando contando que tendría una larga espera). Por fortuna fui precavida, tenía en mi cartera Purgatorio de Tomás Eloy Martínez. Me sumergí en el libro y las horas no fueron para nada pesadas. Cuando finalmente vi mi número brillar en el letrero me acerqué al cubículo. Una señora me atendió amable pero se demoró en entregarme los papeles porque la impresora no servía.
Mientras tanto apareció mi amigo, conocido que trabaja ahí y me sonrío diciendo: "¿Por qué no me dijiste que estabas aquí para ayudarte? ¿Llevas mucho tiempo esperando? Me hubieras avisado". Le devolví el gesto y contesté: "No te preocupes, hice lo que debía hacer, esperé como se debe; aparte traje un libro. Gracias". El chico se río y no sé qué debe haber pensado; quizás que soy una loca porque prefiero hacer la fila en vez de hacer un trámite largo o tal vez que soy una malagradecida que rechazo su amabilidad. Sea lo que haya pensado me sentí tranquila, al igual que cuando saqué mi licencia, mi pasaporte y mi última cédula; todo como "debería de ser". Suelo quejarme y lamentarme por la corrupción que inunda hasta los más pequeños rincones del país entonces creo que para que mi queja sea válida debo -y lo hago con gusto- defender mi postura no solo con palabras sino con mis actos.
Me pregunto qué pasaría si los ecuatorianos, al menos los guayaquileños o por últimos las personas cercanas a mí, hicieran todos sus trámites "por la derecha" como algunos dicen...Creo que todo resultaría mejor, hasta más ágil tal vez. Si ellos no eligen lo que yo, entonces les exijo que no se quejen de la corrupción "del país" porque el país son ellos y ellos están siendo corruptos y encima osados.
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