Viernes, sexto día viviendo en Quito. Me despierto temprano, como lo he hecho desde que llegué. Cada día la madrugada ha sido por una razón distinta. Hoy es por un trámite, la apertura de una cuenta bancaria. No sé a qué hora abren la agencia donde me indicaron que vaya, pero igual le apuesto a las 9 de la mañana.
Antes de salir de casa, mi amiga me convence para ir al gimnasio después del trabajo. Hago un bolso: zapatos de caucho, otro suéter, lycra, camiseta. Parece liviano pero sumado a la cartera con mi libro, libretas (sí, una es para el trabajo y otra para mis apuntes), billetera, ipod, etc...pesa.
Salgo de casa acompañada y me quedo en la parada (cerca del banco) sola, mi amiga sigue su rumbo. Me encargó que pague la luz entonces ahora son dos trámites. Llego a Quicentro y preguntando llego al banco. Es importante recalcar que no recorro el centro comercial desde hace muchos años. Cerrado, lo sospeché, pero no importa porque mi libro es de esos que buscas los espacios de espera para leer.
Pasan 30 minutos y abren las puertas. Voy hacia la ventanilla del primer trámite, entrego los papeles y me indican que esa agencia no hacen esa gestión. Paciencia. No me desespero solo pienso "está bien", tendré que ir a la otra agencia, pero de todas formas pagaré el servicio básico. Hago la fila de tres minutos y la señorita que me atiende me dice que no tiene suelto, que espere a otra ventanilla. Espero. Voy a la siguiente y la otra señorita me dice que no tienen servicio para pagar servicios básicos porque hasta hoy trabajan en esa agencia que la van a remodelar (por esa razón tampoco pude hacer el otro trámite solo que la primera señorita no supo explicarme)
Paciencia. Inexplicablemente no siento rabia o desesperación y pienso en el siguiente paso. Me dijeron que la agencia donde hacen el trámite es cerca, llamo a mi amiga y me dice que puedo ir caminando pero teme que me pierda, que si cojo un taxi me cobrará solo 1 dólar. Por otro lado pienso que de una vez debería pagar la luz en otro banco entonces camino dentro de Quicentro, llego a otro banco. Las puertas cerradas, este abre a las 10:00. Espero, entro, pago.
Al menos un trámite listo, pienso. Ahora debo ir al CCI. Desobedezco a mi amiga y camino. Disfruto caminar, casi no lo he hecho desde que llegué y observar la carretilla de mote y la señora con traje indígena sentada en la vereda comiéndolo, me recuerda que amo la calle. Llego al otro centro comercial. En el parqueadero veo que esas paletas con la temperatura marca 24 grados. ¡Con razón me ahogo! Como estaba caminando sentía solo el viento pero ahora que me detengo, el calor invade mi cuerpo. El suéter de lana y el contacto de él con la mochila -que cada vez me pesa más- me producen la sensación de caminar en Guayaquil.
Llego al banco, finalmente. Casi no hay fila, espero cinco minutos y me atienden. El papeleo dura 15 minutos. No tengo apuro, el calor corporal ha disminuido pero miro el reloj y siento un leve dolor en el estómago, producto de la preocupación, creo. Son casi las 11 y ayer solo le dije a mi editora que haría el trámite pero no que llegaría con tantas horas de atraso.
Para qué preocuparme de eso, pienso, si ya esto aquí. Mejor termino de firmar y me voy. Me fui. Camino de regreso hacia la parada de bus y a mitad del recorrido suena mi celular: es el agente del banco que se disculpa porque olvidó hacerme firmar unos papeles que, sin ellos, no puede aperturar mi cuenta. Que regrese en ese momento. Paciencia. El calor se intensifica y aunque ya no tengo el suéter puesto siento cómo la mochila se pega a mi espalda.
Regreso al banco, firmo y me voy de nuevo. Mi humor continúa de la misma manera desde que me levanté: tranquila y alegre. Cada obstáculo hasta ahora ha sido un suspiro, nada más, siento que mi ánimo no ha cambiado y eso me motiva a seguir con la sonrisa en mi cara.
Salgo del centro comercial y decido que para no atrasarme (más) puedo tomar un taxi que me deje en una parada de bus cercana. No ha sido tan cercana pienso mientras nos dirigimos en el taxi. Esto de no saber las direcciones todavía es un problema. ¿Cuánto es? Con dos dólares en mano, pensando que puede ser menos, el taxista responde: 2,80. Quizás mi acento de mona o tal vez mi inseguridad al indicarle dónde quería que me lleve, quien sabe. Pero pago, solo quiero llegar al trabajo.
Han pasado tres horas y más desde que me levanté y mi estómago pide una fruta. Mientras espero en la estación que el bus llegue, pienso en el guineo que tengo en la mochila y que comeré en el largo trayecto que aún me espera recorrer. Llega el bus, me siento y alzo la mirada; leo el aviso de no comer. Paciencia.
Hace un par de años tan solo uno de estos obstáculos hubiera causado ese sentimiento de ira que se manifiesta en el hígado, ese dolorcito que a veces es inevitable pero que hoy comprobé que sí se puede evitar. Todo lo que sucedió hoy no es culpa ni de la cajera 1, ni de la cajera 2 ni del agente del otro banco, ni del taxista. Creo que tampoco es culpa mía, solo es mi karma. Sé que hoy la vida quiere enseñarme algo mediante pruebas. Quiere enseñarme la paciencia.
* Este post fue escrito en el cel en el trayecto de aquella parada de bus hasta el trabajo. Sí, es un viaje bastante largo.
Anécdotas, vivencias, pensamientos, ideas, opiniones, locuras, reflexiones, conclusiones y demás (inpublicables en medios oficiales) de una periodista
viernes, 5 de agosto de 2011
miércoles, 3 de agosto de 2011
Vengo y voy
Gitana o nómada. Recibo los calificativos con dosis de humor. Sé que ninguno tiene carga ofensiva pero sé también que quienes lo repiten no comparten mi decisión de moverme constantemente. Guayaquil, Lima, Quito; he dividido el año en estas tres ciudades.
“Qué pereza empacar y desempacar; qué pena hacer amigos y dejarlos al rato; qué feo perderte fechas importantes de tus seres queridos”. Este tipo de comentarios son los argumentos para convencerme que me quede en mi ciudad, que no me mueva, que me establezca de una vez. Cuando reviso esas frases supuestamente persuasivas, me doy cuenta que comparten una esencia: el miedo.
Lanzarse al vacío, temor a equivocarse, expectativas a lo desconocido, etc. Todas las ideas son creadas por la mente y así mismo, creo, deberían ser reemplazadas. No soy quién para convencer a otros a que den ese paso –irse a otro lado, radicarse temporalmente en otra ciudad- pero sí puedo compartir lo que significa para mí vivir en un lugar ajeno al que nací.
La perspectiva cambia, la mirada se vuelve ingenua, más auténtica; la sorpresa ante lo desconocido caracteriza cada día. Cuando lo nuevo se vuelve hábito, existe la opción de cambiar, de nuevo. Cambiar de rutas para llegar a un lugar, cambiar de medio de transporte, cambiar.
El miedo, creo, radica ahí. En esa transformación del orden establecido. Es cierto que el status quo brinda una suerte de seguridad, pero es un confort efímero que, aunque nos resistamos, se acabará alguna vez. Pensar que por esa sensación de no tener todo bajo control la gente deja de vivir estas experiencias.
Caminar por las calles desconocidas sin temor a perderme. Escuchar palabras nuevas, luego preguntar su significado y terminar –inconscientemente- empleándolas en mi vocabulario. Responder a un peatón una dirección que sorprendentemente sé y que no me he dado cuenta cuándo la aprendí. Descubrir detalles en las calles que pasas a diario, en las paredes que miras todos los días desde la ventana del bus. Conocer a personas con historias fascinantes, aprender de ellas, enseñarles cosas también.
Es refrescante y mágico. No es cansado ni aburrido. El hecho en sí, mudarse, es solamente un cambio más. Los prejuicios y demás obstáculos que las personas argumentan para no hacerlo les quitan una oportunidad que, considero, todos deberían vivir alguna vez.
“Qué pereza empacar y desempacar; qué pena hacer amigos y dejarlos al rato; qué feo perderte fechas importantes de tus seres queridos”. Este tipo de comentarios son los argumentos para convencerme que me quede en mi ciudad, que no me mueva, que me establezca de una vez. Cuando reviso esas frases supuestamente persuasivas, me doy cuenta que comparten una esencia: el miedo.
Lanzarse al vacío, temor a equivocarse, expectativas a lo desconocido, etc. Todas las ideas son creadas por la mente y así mismo, creo, deberían ser reemplazadas. No soy quién para convencer a otros a que den ese paso –irse a otro lado, radicarse temporalmente en otra ciudad- pero sí puedo compartir lo que significa para mí vivir en un lugar ajeno al que nací.
La perspectiva cambia, la mirada se vuelve ingenua, más auténtica; la sorpresa ante lo desconocido caracteriza cada día. Cuando lo nuevo se vuelve hábito, existe la opción de cambiar, de nuevo. Cambiar de rutas para llegar a un lugar, cambiar de medio de transporte, cambiar.
El miedo, creo, radica ahí. En esa transformación del orden establecido. Es cierto que el status quo brinda una suerte de seguridad, pero es un confort efímero que, aunque nos resistamos, se acabará alguna vez. Pensar que por esa sensación de no tener todo bajo control la gente deja de vivir estas experiencias.
Caminar por las calles desconocidas sin temor a perderme. Escuchar palabras nuevas, luego preguntar su significado y terminar –inconscientemente- empleándolas en mi vocabulario. Responder a un peatón una dirección que sorprendentemente sé y que no me he dado cuenta cuándo la aprendí. Descubrir detalles en las calles que pasas a diario, en las paredes que miras todos los días desde la ventana del bus. Conocer a personas con historias fascinantes, aprender de ellas, enseñarles cosas también.
Es refrescante y mágico. No es cansado ni aburrido. El hecho en sí, mudarse, es solamente un cambio más. Los prejuicios y demás obstáculos que las personas argumentan para no hacerlo les quitan una oportunidad que, considero, todos deberían vivir alguna vez.
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