Hoy tuve que ir al Consejo Nacional Electoral para pagar la multa por no haber podido votar -estaba en Lima y cuando me di cuenta que no podía solo ir al Consulado el día de la consulta, sino que debía empadronarme una semana antes era muy tarde, por gil- y debo confesar que no me demoré más de cinco minutos, muy eficiente el servicio, pero esa es otra historia.
Cuando caminaba por el estacionamiento intenté recordar la última vez que visité aquella dependencia pública y saltó a mi mente: año 2008, redactora de El Telégrafo. No recuerdo el mes pero sí de qué iba el reportaje: quería averiguar qué pasaba con el dinero que el CNE -en ese entonces TSE- prometía a los ciudadanos por cumplir su deber y ser miembros de cada Junta Receptora de Voto. Había averiguado que eran 5 dólares los que el TSE te pagaba por las ¿12? horas de trabajo (recuerden que han habido elecciones para elegir a todos los representantes -locales, nacionales- de golpe) entonces me dispuse a investigar cuántos ciudadanos cobraban ese rubro porque yo, que estuve dos veces en mesa, jamás había visto un centavo al final de la jornada entonces supuse que era un pago pos-día de las elecciones.
Entré a una oficina antigua para entrevistar al entonces presidente provincial, un señor con apellido pomposo que sé que algunos recordarán. No tenía referencia alguna de él ya que esos cargos carecen de mayor importancia en la práctica. Su secretaria abrió la puerta, él sentado detrás de su escritorio, frente a su computador, no se inmutó, hasta que ella me presentó y dijo -sin quitar la mirada de la pantalla- que pase, que pase. Me senté y, ya de cerca, noté que su extrema concentración -que por semisegundos admiré porque creí que era un hombre tan entregado a su trabajo que debía terminar de gestionar "algo"- era para elegir qué carta ubicar sobre otra carta. Sí, el hombre estaba jugando solitario en su computadora, no me había estrechado la mano aún, ni siquiera visto a los ojos, pero sí se tomó la osadía de decirme "que lo espere un ratito".
Esperé. Finalmente puso minimizar y se dirigió con el tan común "dígame". Empecé a plantearle mis dudas sobre el destino de ese dinero, sobre cuántas personas venían a cobrarlo, sobre qué pasaba con el dinero que no era cobrado. Parafraseando sus respuestas, que tuve que sacarlas con anzuelo y pinza, me dijo: "Son cinco dólares, no es nada, a la gente le cuesta más el bus de venida hasta acá y de regreso a sus casas, que cinco dólares. Es mínimo, eso no le sirve a nadie. No sé cuántos vienen a cobrar, esos datos deben estar en estadísticas. No sé qué pasa con la plata que no es cobrada pero es muy poca, le aseguro que es muy poca". Por supuesto que entre mi indignación y desentendimiento le rebatí cada una de sus respuestas pero él me miraba por debajo del hombro diciéndome entre líneas que lo deje en paz jugar su juego.
Olvidé mencionar que ya había hablado con estadísticas para averiguar sobre cuántas personas habían cobrado los 5 dólares, pero para variar un poco no tenían el sistema actualizado. También olvidé decir que mientras le hacía las preguntas, él retomó su partida de solitario. Mientras yo parecía loro repitiendo la misma idea de diferentes maneras para obtener al menos un breve testimonio, él -para rematar- estaba echado (desparramado) en estas sillas anchas de oficina, yo podía ver su camisa tensada por su rebosante panza que de cuando en vez rascaba.
Pasaron 15 minutos, no más, y le agradecí (jamás pierdo la cordialidad aunque no sé cómo la mantuve en esta ocasión) y me marché. Llegué al diario tan indignada y mis compañeros solo se reían. Comprendí que esas cosas suelen pasar, que no todas las fuentes te dirán lo que necesitas saber, eso es obvio, pero lo que también presencié muy de cerca, la jornada de un burócrata de verdad.